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Identidad

El yoga BDSM existe, por alguna razón

Me enfundé en un traje de látex y me acerqué a una clase a ver de qué iba.
Todas las fotos por Albina Maks

“Eres muy valiente”, dijo la chica con ligereza, mirándome de arriba abajo. ¿Perdona? Revisando la sala, me di cuenta de que todo el mundo se había decantado por un look que recordaba a los bailarines de Britney Spears o a Daenerys Targaryen en el gimnasio. Había interesantes tiras de sujetador cruzadas y escotes reveladores.

Un hombre que asistió a la clase mostraba ligeramente más chicha y acabó quitándoselo todo hasta quedarse en shorts. Más tarde me dijo que a pesar de "llevar muchos, muchos años practicando yoga", aquella clase le había resultado "físicamente más dura de lo que esperaba". Mientras tanto, mi ropa significaba que me iba a ejercitar más o menos con el mismo grado de conciencia de mis pechos que un personaje de una novela romántica rollo Colección Harlequin ("ella subió las escaleras con el pecho jadeante").

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No sabría decir exactamente por qué sentí la necesidad de asistir a una clase de yoga pervertido un viernes por la mañana en Berlín, en la que se anima a los participantes a "llevar látex y ropa sexual para incrementar el poder de intuición", excepto que quizá tenía algo que ver con mis ganas de probar algo nuevo. En el último año de mi veintena, voy a más fiestas de cumpleaños infantiles que a juergas locas que duran toda la noche, y en lugar de salir hasta las tantas los fines de semana me quedo en casa trabajando.

Todo esto me convirtió en la candidata ideal para la clase. Si contara con el apetito o la energía necesarios para llevar un estilo de vida pervertido a tiempo completo, probablemente habría ido a un club sexual de Berlín. Pero esta clase era perfecta para freelancers acosados: era una sobria oportunidad de noventa minutos de duración para la exploración, seguida de un té de cortesía. Una amiga que lleva una vida más interesante que la mía pensó en la vestimenta ideal: un top y unos shorts de látex, complementados por un collar de perro y una correa. En el último momento me eché para atrás con el tema del collar.

Madeleine White, la profesora australiana de yoga y cerebro tras este concepto, permanecía en el centro de la sala enfundada en un ajustado mono de lúrex, irradiando calma. Esta mujer de 25 años explicó que el aspecto restrictivo de la ropa BDSM ayuda a ser más conscientes y a centrar nuestra atención en el cuerpo. Supuse que no se trataba más que de una bonita frase, pero cuando pasamos a los ejercicios de respiración, mi cerebro de lagartija realmente se mantuvo concentrado en el modo en que se movía mi abdomen envuelto en látex, algo que casi nunca me sucede cuando utilizo una app para meditar en casa.

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Después de trotar alrededor de la habitación, sintiendo el modo en que se movían nuestros cuerpos, se nos indicó que nos centráramos en nuestros "ovarios o gónadas", haciendo girar nuestras caderas describiendo un ocho con esa parte de nuestra anatomía. White nos indicó que nos acercáramos los unos a los otros y que tocáramos la espalda de nuestro vecino a la altura en que estarían sus ovarios o testículos, aunque nos advirtió que sintiéramos "la energía de la persona. Si puedes notar que no se siente cómodo cuando le tocas, no lo hagas".

Obedientes, todos colocamos nuestras manos no más abajo de la base de la espalda del otro. Éramos osados, nos molaba el rollo, pero no teníamos intención de acercarnos al culo de un desconocido fuera del contexto de un club sexual. Nos mecimos al unísono y trazamos nuestros ochos con nuestros ovarios y "gónadas", una palabra que jamás había oído con tanta frecuencia. Finamente, todos nos cogimos de las manos.

La sensación era muy agradable. Acogedora, incluso. Esta fue más o menos la magnitud del aspecto sexual de la clase, aparte de cuando White nos dio a todos masajes individuales en la cabeza y el cuello durante el ejercicio de relajación posterior que, como gran parte del resto de la clase, nos dio una sensación curiosamente más íntima que sexual.

El resto de la clase fue mucho más ensoñadora, inspirada en el Butoh, una danza de vanguardia a la que el New York Times se refirió en cierta ocasión como “ la exportación cultural más asombrosa de Japón”.

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White emitía el mismo sonido estremecedor que escuchas en el espectáculo de delfines del SeaWorld y nos animaba a exhalar haciendo lo mismo. Fingimos que nos arrancábamos la cara con las manos. Fingimos que nuestros pezones eran ojos y nuestro ombligo era una nariz y nuestra pelvis era una boca y tratamos de respirar a través de la pelvis. Nos dijo que éramos peces muriendo y que diéramos enérgicos botes en horizontal por el suelo de parqué. White más tarde me dijo que esa era la versión más suave del ejercicio Butoh, en el que debes fingir que "eres un pez fuera del agua con una herida abierta y sangrante y después te violan".

Hubo suficiente yoga como para hacer felices a los yonquis del ejercicio. White nos pidió que intentáramos hacer 108 sentadillas de yoga, que consistían en alternar la posición de cuclillas y permanecer de pie haciendo ejercicio también con los talones. Aquello sonaba fácil en la teoría, pero en la práctica era como participar en las Olimpiadas. Hice diez series, me cansé, me fui a beber un poco de agua y sin muchas ganas hice unas cuantas más.

Estaba sudando a chorro. Hacer esos ejercicios envuelta en látex no era ninguna broma. No solo pasé el doble de calor, sino que saltar arriba y abajo significaba mantener vigilado el escote. Además, el ejercicio de suelo que vino más tarde en el que debía tumbarme boca abajo hizo que me empalara en la gigantesca cremallera de mi top. Era masoquismo, aunque no exactamente del tipo que yo había imaginado.

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Madeleine White (centro), la instructora de yoga sexual.

Aunque parte de su inspiración procedía de sus propias experiencias en cuartos oscuros, White explicó que se había decidido a crear esta clase específicamente después de empezar a practicar el shibari, un tipo de bondage japonés con cuerdas, en el club sexual de Berlín KitKat hacía tres meses. Dijo que esa práctica puede empujar los límites de una persona y que las cosas pueden salir terriblemente mal. De hecho, el Daily Beast informó de un accidente de shibari que desembocó en la muerte de una mujer en 2011.

Cuando se practica mal el shibari, explicó White, desatar a la persona o incluso cortar las cuerdas puede llevar unos minutos, por lo que es fundamental centrarse en la respiración y relajarse, "de lo contrario puedes asfixiarte o entrar en pánico".

El yoga sexual, para White, "tiene mucho que ver con controlar la ansiedad. Por eso me atrae tanto el yoga, porque me calma, me mantiene con los pies en la tierra. La vida a veces nos aprieta tanto que no podemos respirar. El látex hace lo mismo".

Y quizá tenga razón. La clase no se pareció en nada a lo que yo había esperado, se las arregló para ser al mismo tiempo más extraña y más íntima. Pero mientras iba chirriando hacia casa, con el disfraz debajo de los vaqueros y el jersey, como un superhéroe de la vida real, sentí una abrumadora sensación de calma. ¿Serenidad un día entre semana? Quizá esa sea la perversión más dulce de todas.