redes sociales

Estoy harta de que me obliguen a opinar sobre todo en redes sociales

La dictadura del hashtag nos obliga a tener una opinión de todo lo que se convierta en trending topic.
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Ilustración por Daniel Romero

“Me llamo María José, me gustan los libros, soy taciturna, vegetariana… animalista”. Detrás de esta frase se encuentra Camilo Pulgarín, uno de los dos miembros de Las Cardachians y que ha dado vida a María José en el famoso vídeo viral que ha superado ya los 2 millones de reproducciones en YouTube.

Hoy pienso que si María José fuese una Tweet Star, no estaría tan agobiada como lo estoy yo esta semana. Mientras ella tiene claras sus tres causas: los libros, el vegetarianismo y los animales, yo me conecto a las redes sociales sintiendo que me lanzo al vacío y sin red. Y todo porque debí faltar el día que había que elegir qué luchas defender en Twitter.

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Me pasó también en quinto de primaria cuando tuvimos que hacer grupos para trabajar en el volcán de bicarbonato. Yo, que andaba fabricando come-cocos como si no hubiera un mañana, acabé dando vueltas por la clase, perdida, cual Leticia Dolera sin feminismo, y esperando a que alguien me aceptara en su grupo: “¿Puedo ir con vosotras, ecologistas? ¿Puedo ir con vosotras, antitaurinas? ¿Puedo ir con vosotras, abolicionistas?”. Y así, ahora, me miran desde el otro lado de sus pantallas, silenciándome a golpe de clic, mientras piensan: “Vimos cómo una vez le diste a like a un tuit de Pérez-Reverte”.



Y aquí estoy, once años después, igual de perdida, vagando en una intemperie moral situada entre Siria, Cataluña, Chile y el Valle de los Caídos. Pensando que a mí, lo que realmente me apetece dentro de la estimulante participación de la Asamblea de Twitter, es postear una canción que me encanta. Pero no puedo. No puedo por la dictadura del hashtag. De esa tirana almohadilla que nos establece la agenda setting y que nos convierte en medios de comunicación precedidos de una arroba. Además de pelo oscuro, dos piernas, un luna tatuada en la mano y varias ideologías, creencias y opiniones, ahora tengo además, una jodida línea editorial que mantener y que no puedo pervertir.

En ocasiones me veo obligándome a mí misma a interactuar, a saber y —aparentemente mucho más “valioso”— a opinar, sobre el papel de los kurdos en la guerra de Siria, la labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado durante las protestas de Cataluña o las declaraciones del abogado de la familia Franco acerca de la exhumación de su… su… su señor. Leo La Tercera, The Guardian, Clarín, The New York Times y El País. Escucho la SER, Onda Cero, la Cope, Radio Nacional… Recopilo libros, informes y estudios sobre cada tema. Busco la noticia, huelo la noticia, soy Ana Pastor. Y, aún así, me resulta complicadísimo llegar a comprender el origen y contexto de todos los problemas complejos del mundo para además evaluarlos y opinar sobre ellos. Así que tomo atajos mentales. Y sabed lectores que todos lo hacemos.

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En los años 70, dos psicólogos israelíes llamados Daniel Kahneman y Amos Tversky llevaron a cabo múltiples investigaciones para analizar la forma en la que los seres humanos tomamos decisiones. Estudiaron estos “atajos mentales” y los errores que surgen al utilizarlos. Uno de ellos es el sesgo de confirmación: “la tendencia de buscar conformidad con la evidencia antes que disconformidad”. Es decir, que buscamos y valoramos aquella información que más apoya nuestras creencias e ignoramos la que nos contradice aunque esté formulada por la mismísima hija de Stephen Hawking y Nadia Camukova. Quién no sabe, sólo puede o estudiar más o creer más. Y en España hemos sido siempre “mu creyentes”.

Como decía el astrónomo Carl Sagan: “No puedes convencer a un creyente de nada porque sus creencias no están basadas en evidencias, están basadas en una enraizada necesidad de creer". Incluso cuando éstas son del tipo: “los kurdos son lo peor”, “los independentistas unos guarros” y “Franco era bastante guay”.

Entonces surge el “efecto backfire” o “tiro por la culata” donde el cerebro se pone a la defensiva ante algo que no le gusta, ya sea un oso en el bosque o un comentario negativo en tu post de Twitter. En vez de dudar o buscar información que te haga replantearte tus ideas o creencias, buscas aquello que confirme tu teoría, aunque te la hayas sacado de la manga pillando un par de tweets del timeline. Con esta prepotencia instaurada y aniquiladora te plantas en la parroquia tuitera para condensar los temas del día en 280 caracteres. Ole tú.

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Da igual que no sepas si las reformas neoliberales implementadas en Chile empezaron a instaurarse en el 62 o en el 72. Lo importante es que manifiestes claramente que estás en contra de la violencia en Santiago de Chile, en Barcelona y en tu comunidad de vecinos aunque no hayas pisado una manifestación ni el día del orgullo tuitero. Tú publícalo y luego ya pon que tienes un podcast de música chulísimo que tienen que escuchar todos tus followers.

Y ahí me agobio. Porque no sé nada sobre casi nada. Porque no sé si soy “taciturna, vegetariana y animalista” o todo lo contrario. Porque sobre lo que sé tampoco creo que vaya a escribirlo mejor o más fuerte que otros. Porque me siento mal cuando publico un fragmento que me ha gustado de un libro que estoy leyendo cuando Twitter arde con los hashtags que marcan las noticias del día.

Da igual que mi yo fuera de Twitter –qué manera de formularse a una misma, ¿no?— sea experta en la Guerra de Yemen, haya pasado la mitad del día en una acción contra los desahucios o curando enfermos en un campo de refugiados. La lengua configura lo real, el mundo externo. ¿Si algo no se verbaliza es como si no existiera?

Hace unos meses la periodista Anatxu Zabalbeascoa le preguntaba a la escritora Mary Karr sobre cuándo perdió el miedo. A lo que Karr, respondió: "cuando decidí que estaba dispuesta a parecer tonta para evitar ser estúpida". Algo muy similar a la frase “Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”, atribuida a Groucho Marx. Me gustaría haber hecho con este escrito una oda a la duda y al no saber. Pero ni siquiera sé si lo he conseguido o si estoy capacitada para ello.

La escritora Edurne Portela le preguntaba hace unos días a Siri Hustvedt (Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019) sobre cómo alguien tan reflexiva como ella y, a la vez, tan activista del feminismo podía contenerse en sus declaraciones y no hacerlo como estallidos de credos. Siri, con esa mirada limpia que, a pesar de sus arrugas, parece observarlo todo como si fuera la primera vez, respondió: “porque debemos preguntarnos todo el rato: “¿por qué?”.

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