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Identidad

Juana García, la española que pasó 32 años en alta mar

Una mujer cuenta cómo ha sido trabajar durante tres décadas en buques noruegos donde la mano de obra femenina fue durante años muy reducida pero muy respetada.
Juana en la sala de mandos de uno de los petroleros. Foto cortesía de Juana

La primera vez que Juana García Miniño subió a un buque de carga era noche cerrada en el puerto de Hamburgo. El navío estaba tapado con grandes lonas y la mujer, quien entonces tenía 26 años, llegó junto a otros compañeros. Les distribuyeron en sus cabinas correspondientes. A ella le dijeron que a las seis de la mañana debía estar en pie para empezar a trabajar.

Esa fue la primera noche de los 23 meses seguidos que pasó embarcada en su primer navío. Después vendrían petroleros, más buques de carga y luego de pasajeros. Así hasta completar los 32 años que esta gallega con espíritu aventurero trabajó en barcos noruegos como camarera. "Puede que sea la mujer que más tiempo ha estado embarcada", dice mientras expulsa el humo de su cigarro y accede a contar a Broadly una parte de su vida, que empezó en 1976 cuando se separó de su marido.

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El dictador Francisco Franco ya había muerto pero la democracia aún no había llegado a España. El divorcio seguía siendo ilegal y en la Galicia natal de Juana, como en el resto del país, el machismo estaba muy presente. Tras la separación, la mujer se había ido a vivir con sus dos hijos —de cuatro y dos años— a casa de sus padres. En el pueblo se convirtió en la separada a la que todos los vecinos señalaban cuando estaba en la calle.

Te trataban como a una igual y tenían un respeto absoluto por las mujeres

"Yo no lo aguantaba y necesitaba salir y buscar mi libertad", explica. Un familiar trabajaba como tripulante en un navío noruego y vio su oportunidad de escapar de una sociedad que consideraba que la mujer sólo podía estar en casa con su marido e hijos. Su familia siempre la apoyó. Su padre, quien había navegado en barcos holandeses, le expresó no obstante su temor a que jamás regresara. "Tranquilo, que yo vuelvo", le calmó Juana. Él solo le advirtió de cuidarse de la afición por la bebida de los marineros noruegos. "Y si tienes que venirte te vienes, que no pasa nada", le dijo.

Ella no regresó en casi dos años y tras la primera noche que comenzó en Hamburgo descubrió que aquello podía ser lo que estaba buscando. "Te trataban como a una igual y tenían un respeto absoluto por las mujeres", señala Juana, quien subraya que jamás sintió una mirada ni escuchó un comentario fuera de lugar, algo que no dejaba de sorprenderle viniendo de la sociedad de la que venía y trabajando en un mundo mayoritariamente masculino.

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La tripulación estaba formada por 20 personas. En ese primer navío ella era una de las tres mujeres a bordo. Su trabajo, como el de sus otras dos compañeras, consistía en preparar y recoger el comedor de la tripulación y limpiar los camarotes. "Tuve suerte de que el mayordomo y el cocinero hablaban algo de español y me ayudaron mucho porque entonces yo no sabía nada de inglés", recuerda.

Del puerto alemán navegaron a Rotterdam y de ahí rumbo al océano Ártico para recoger un cargamento en Puerto Churchill, Canadá. "Cuando estábamos llegando salí a cubierta porque no podía creer que pudiéramos pasar por ahí; todo lo que nos rodeaba era hielo", cuenta. Pero llegaron. Era un pueblo que solo tenía un hospital, unas pocas casas, un bar y una tienda.

Nunca sabíamos a dónde íbamos y eso me encantaba

Cuando el buque cargó todo el maíz que había ido a recoger puso rumbo a Liverpool, Reino Unido. De ahí a Filipinas, Japón, Argentina. En otro viaje recogió lingotes de hierro en Venezuela. Carbón, en Australia. Azufre, madera. "Nunca sabíamos a dónde íbamos y eso me encantaba", cuenta la marinera. El barco salía vacío de un puerto sin rumbo fijo. Solo se marcaba una zona, por ejemplo, Sudamérica. Durante 12 ó 15 días la tripulación fantaseaba sobre el próximo destino, lo que les mantenía en una sensación constante de aventura. Hasta que la naviera llamaba al capitán y él anunciaba el siguiente puerto.

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Cuando Juana regresó a su casa tras estar embarcada 23 meses lo que más temía era que sus hijos, que se habían quedado al cuidado de sus padres, la rechazaran. "En cuanto vieron el coche echaron a correr y cada uno se agarró de una de mis piernas", dice. Les mandaba fotos y cartas y sus abuelos les hablaban de los viajes que hacía su madre. Con el tiempo adquirieron la costumbre de seguir a Juana en la bola del mundo que tenían en sus cuartos y entre sus amigos enseñaban las postales que ella enviaba desde lugares lejanos.

"Siempre tuve mucho miedo de que un día me echaran en cara algo pero jamás me reprocharon nada", reconoce la mujer. Al contrario. Su hijo presume orgulloso ante sus amigos de que su madre estuvo embarcada para pagarle una carrera. Su hija no quiso estudiar pero con su marido compró un camión que ahora conducen los dos. "Si mi madre fue capaz por qué no voy a serlo yo", se dijo un día.

Los casi dos años que estuvo embarcada sin regresar a su casa también le sirvieron a Juana para librarse de muchos temores. "Cumplí un sueño y vine tan liberada que me daba igual lo que dijeran de mí en el pueblo", rememora. Ella solo pensaba: "Reíros lo que queráis, yo tengo un trabajo, soy independiente y dueña de mi vida".

Juana (en el medio) con otras dos compañeras en el barco de pasajeros Braemar. Foto cortesía de Juana

Después de la primera experiencia supo que los barcos eran su lugar. Comenzó a trabajar en trimestres alternos: pasaba tres meses a bordo, con más horas de trabajo, y luego regresaba el mismo tiempo a su casa, donde seguía cobrando su salario. Unas veces eran cargueros, otras, petroleros. "Las medidas de seguridad eran más estrictas y el entrenamiento en caso de accidente era más intenso", explica sobre los buques que transportaban petróleo.

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A los finales de la década de los años 70 viajó por primera vez al Golfo Pérsico. Solo les dejaban desembarcar en Dubai, donde siempre corrían a buscar un restaurante. Vivió la guerra entre Irán e Irak. La naviera permitía quedarse a la entrada del golfo a los tripulantes que no quisieran asumir el riesgo de recoger la carga en medio de dos estados en conflicto bélico. "Hubo gente que desembarcó pero por aquel entonces yo no lo veía peligroso y yo me quedaba siempre", cuenta.

El primer barco que hundió un misil junto a la costa de Irán era el que precedía al petrolero de Juana, el siguiente en llegar a recoger la carga. Durante tres días estuvieron varados en el golfo a la espera de saber si eran ellos los que debían retirar el combustible del barco hundido. Al final lo hizo un barco holandés. Ellos siguieron su camino el puerto iraní donde debían cargar sus tanques. "Entramos con las luces apagadas y todos los cristales pintados de negro para no convertirnos en otro blanco de los misiles", explica la mujer.

En los barcos de pasajeros la presencia femenina entre los altos mandos era más habitual

La convivencia a bordo de los barcos era buena. "Ayudaba mucho que solíamos viajar la misma tripulación", recuerda. Los capitanes cambiaban más menudo pero los conocían a todos. Por las noches, el salón del barco se convertía en la sala de reunión donde hablar con los compañeros, jugar a las cartas o tomar algo si había alguna fiesta. Juana participaba de todo y solo se escabullía cuando los noruegos empezaban a beber. Como su padre le había advertido, lo hacían en tal cantidad que después no sabían ni con quién se cruzaban por el pasillo. "Prefería marcharme no porque fueran a hacer nada, que nunca lo hicieron, sino porque empezaban a discutir entre ellos y era mejor desaparecer", explica.

A partir de los años 80 comenzaron a llegar más mujeres noruegas a las tripulaciones. "Las telegrafistas eran casi todas mujeres y luego entraron oficiales de máquinas y después oficiales de puente", cuenta. En los barcos de pasajeros la presencia femenina entre los altos mandos era más habitual. Nunca se encontró en sus 32 años de profesión una compañera española. Sí coincidió algunas veces con dos chilenas.

En 1987, cuando los cargueros y petroleros empezaron a contratar a tripulantes filipinos, a los que pagaban sueldos más bajos, Juana se dio cuenta de que los únicos barcos en los que podía tener un trabajo estable era en los buques de pasajeros. Pasar a ser camarera no acaba de convencerle pero la naviera que quería contratarla le propuso hacer de intérprete —ella ya había aprendido noruego— siempre que lo necesitaran. Comenzó a trabajar en buques que solían hacer el trayecto entre Dinamarca y Noruega. Al principio tardaban en llegar a su destino 24 horas y los avances náuticos fueron acortando los recorridos a entre tres y cuatro.

Hace seis años Juana decidió jubilarse tras pasar 32 embarcada. "Estaba cansada de viajar, que no de trabajar", puntualiza. Ahora pelea con la asociación Long Hope por lograr que ella y otros 12.000 marineros españoles vean reconocido su derecho a cobrar una pensión de jubilación que Noruega les niega. Ella recibe una solo por la mitad de los años trabajados. Dice que vive bien pero quién sabe lo que puede pasar y prefiere que le reconozcan toda su vida laboral. Mientras, vive feliz por no tener que viajar más. "Lo único que haría sería un crucero", afirma. Sus ojos vuelven a brillar imaginando qué destino elegiría.