'Me siento un fraude': habla una abogada especializada en violencia de género
Illustrations by Julia Kuo

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Identidad

'Me siento un fraude': habla una abogada especializada en violencia de género

Me licencié en derecho para cambiar la situación de las mujeres abusadas. Pero fracasé.

Siempre intentaba vomitar antes de un caso de violencia de género. Creía que me haría sentir mejor.

Los vómitos normalmente empezaban unos días antes. Estaba sentada en mi despacho, o comiendo, o secándome el pelo y de repente me invadía una ola de náuseas. Era cuando recordaba que se aproximaba el juicio o veía la cara de la víctima y era como si me hubieran dado una patada en el estómago. Después se me pasaba, pero la noche antes regresaba, justo después de dar los toques finales a mis preguntas, de practicar mi discurso inicial y de repasar el archivo del juicio por séptima vez. Intentaba encontrar algo que alejara mi mente del juicio, pero ahí estaba, una sensación dura y pequeña, en el punto que hay justo debajo de mi ombligo. Por la mañana me daba una ducha, me ponía un traje y cogía el coche, y durante todo ese tiempo la sensación se expandía y se desplazaba hacia arriba. Una mezcla de miedo, anticipación e indigestión. Inundaba mis costillas y ahogaba mi corazón antes de llegar a la parte posterior de mi garganta: esa inconfundible sensación de que tu cerebro te está poniendo enferma.

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A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los demás casos, el fiscal se adentra en los casos de violencia de género preparado para perder, pero normalmente con un saludable resquicio de negación. Nadie quiere luchar una batalla perdida, pero lo cierto es que ganar un caso de violencia de género es un auténtico milagro. Es una combinación excepcional de buen trabajo policial, una víctima cooperativa, un juez justo, un abogado defensor con algo de ética, un jurado medio inteligente y un fiscal competente. En muchos casos puedes ganar quizá con dos o tres de esos elementos, pero en un caso de violencia de género los necesitas todos y aun así puedes fracasar.

La primera vez que escuché a un portavoz del jurado decir "no culpable" había olvidado lo que significaba esa expresión. Tuve que recordar lo que significaba culpable, lo cual es estúpido porque cualquiera que haya visto tres minutos de cualquiera de las decenas de series sobre abogados que ponen en televisión sabe lo que significa. Cuando me di cuenta de lo que significaba —que había perdido— me sentí como si alguien agarrara mi intestino delgado y lo apretara con fuerza. Ya es suficientemente duro soportarlo sola, pero siendo un caso de violencia de género tuve que entrar en la pequeña sala sin ventanas donde la víctima había permanecido las últimas cinco horas y explicarle que había fracasado. A pesar de mi tremendo esfuerzo, no conseguí que el jurado la creyera. Mientras lloraba y se secaba las lágrimas con la manga porque se habían acabado los pañuelos de papel, le dije que su marido no iba a ir a la cárcel por empujarla, estrangularla, sujetarla y llenar sus piernas de moratones.

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No conseguí que el jurado la creyera

Hace diez años, recién salida del instituto y desesperada por diferenciarme, hice de la violencia contra las mujeres mi causa principal. Aquello evolucionó en un proyecto que estrené con honores durante mi primer año de universidad: una obra llamada The Jane Doe Project que contaba historias de víctimas de violencia de género y agresiones sexuales. Fue todo un éxito. Salió en los periódicos. Una persona de mi localidad que llevaba un blog de tendencias izquierdistas escribió sobre ella. Sigue siendo el primer resultado que aparece en Google cuando me busco por mi nombre de soltera. Es sin duda alguna el principal evento que me define.

Pero hoy me siento como un fraude.

Al terminar la carrera me convertí en fiscal. Era lo único que quería hacer con mi licenciatura en derecho. Di por hecho que libraría la batalla más justa: daría voz a los que no la tienen. Conseguí un empleo en un pequeño condado situado en la parte central de Michigan, pero poco más de un año después lo dejé. Lo dejé por muchas razones, pero una de ellas fue que ya no sabía cómo ser abogada, especialmente en los casos de violencia de género.

Mi primer caso de violencia de género fue heredado, se había estancado porque la víctima se había retractado y mis colegas, que se olían la derrota, no dejaban de pasárselo los unos a los otros. Yo era nueva, tenía algo que demostrar y de algún modo estaba convencida de que podría cambiar el mundo si conseguía ayudar a esta mujer.

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Esto es lo que había pasado: una familia de cuatro miembros —un hijo, una hija más pequeña, una madre y un padrastro— se enzarzaron en una pelea. La razón de la pelea no importaba porque cambiaba dependiendo de quién lo explicara. Quizá el hijo replicó a su padre. Quizá alguien arrojó una caja al acusado (el padrastro). Alguien se lanzó sobre otra persona. La madre recibió varios golpes. El hijo tenía marcas en el cuerpo. El padre fue acusado de agresión con lesiones contra el hijo y de violencia de género contra la madre. Todo el mundo vio algo diferente. Todo el mundo tenía un ángulo diferente y, a diferencia de lo que pasa en las series de televisión, el ataque fue igualmente subjetivo.

Yo describí los hechos en mi discurso inicial: el acusado agarró al hijo por la muñeca y lo arrojó contra la pared. Empezaron a pelear. El acusado propinó una patada en el estómago al hijo. La madre trató de proteger a su hijo. Entonces el acusado rodeó el cuello de la madre con sus manos.

En las semanas previas al juicio, la madre se negó a cooperar. Cambió su versión, le dijo a la abogada defensora que no quería testificar. Solo quería que su marido volviera a casa y estaba enfadada ya que no podía verle porque una orden que prohibía todo contacto solicitada por nuestro despacho se lo impedía. Echando la vista atrás, hice lo que quizá fuera lo peor para ella. La convencí de que participara.

Entró en mi apretado despacho. Yo empecé con voz temblorosa a explicarle por qué quería hablar con ella, que quería repasar su testimonio. Ella apartó la mirada y sacudió la cabeza con ademán torpe mientras yo hablaba. Quería que todo aquello parara. No quería ir a juicio. Ella le amaba. Cuando me decía aquello seguía sin mirarme directamente más allá de unos pocos segundos. Respiré hondo y le expliqué lo que había ensayado mentalmente una y otra vez aquella mañana: "Lo que hizo no está bien", le expliqué, tratando de no suplicar. Le dije que ella merecía algo mejor, que él nunca debería haberle puesto la mano encima.

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Ella quería que todo aquello parara. No quería ir a juicio. Ella le amaba

Saqué a colación a sus hijos. Le dije que ellos también merecían algo mejor. Le dije que ellos no querrían esto para su madre y que no deberían ver a su madre así. Finalmente me miró fijamente y empezó a llorar, al principio con frustración y después con vergüenza. Mucho después de la hora de cierre, admitió que su marido ya había sido violento en el pasado. Que él fue el único violento en aquella situación, que ella solo trataba de proteger a su hijo. Describió una escena de una película de Lifetime. Quería ser una persona nueva. Quería abandonarle.

Dio lo mismo. Durante el juicio, la defensa hizo desfilar a familiares y amigos ante el tribunal para que dijeran, "Jamás en mi vida he visto a este hombre ni siquiera enfadado". Y conforme yo iba escuchando mentira tras mentira, solo quería levantarme y gritar que el juicio se había convertido en un circo lleno de mierdas. Pero bajo las reglas de los procesos criminales, "mierdas" y "mentiras obvias" no son motivo de objeción. Y las mentiras salían de boca de aquellos mismos amigos que dijeron en varias ocasiones que el hijo se había peleado con otro miembro de la familia. No deberían haberles permitido decir eso, incluso aunque fuera verdad. No suponía una prueba. Pero el tren ya había descarrilado. El juez no conocía la ley, no creyó que yo supiera de lo que hablaba y la abogada defensora era suficientemente lista para usarlo a su favor.

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Perdí. Y la mujer que yo quería salvar me miró con total confusión. Sus ojos vacíos me miraron como si no hubieran sonreído desde hacía semanas. Las paredes que separaban el juzgado de su sala de espera eran muy finas, de modo que pudo escuchar todas las mentiras que dijeron aquellas personas a quienes ella llamaba familia. Quería saber qué hacer a continuación. Lo único que pude hacer fue decirle dónde conseguir una orden de alejamiento.

Lloré durante los 45 minutos de trayecto en coche hasta casa. Sollozos abatidos, palpitantes, feos. Cuando llegué a casa no era capaz de salir del coche. Cuando el que ahora es mi marido vino al garaje lo único que pude hacer fue gritar "¡He perdido!" y volver a apoyar mi cabeza sobre el volante. Había puesto cada parte de mi ser en aquel caso. Quería que aquella mujer estuviera a salvo. Yo la creía y creía que deseara sacar de su vida a aquel hombre tóxico.

Eso fue hace tres años. Busqué a la madre en Facebook hace unos días. Ha vuelto con el hombre del que dijo que había abusado de ella y atacado a su hijo. Tiene una foto de la familia al completo poniendo caras. Fotos en la playa, fotos bajo un árbol de Navidad el año después del juicio. Si no supiera nada de ella ni de su historia, diría que tenía buen aspecto. Hay cientos de estudios que ofrecen media docena de respuestas a la pregunta de por qué las mujeres continúan sus relaciones abusivas, pero no puedo decir que lo entienda mejor que nadie. Si te crees las fechas de Facebook, la madre y el acusado volvieron a estar juntos dos meses después del juicio.

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Cuando fui fiscal, me gritaron muchas veces. En ocasiones eran los abogados defensores, en ocasiones eran personas que no habían pagado las multas de tráfico, pero las víctimas de los casos de violencia doméstica me gritaron más que cualquier otro grupo.

Intentar recordar qué me dijeron exactamente es como intentar entender la letra de una canción en otro idioma. Sé que, en una ocasión, una mujer me dijo que quería retirar los cargos porque él tenía las llaves de su coche y tenía que ir a trabajar.

Muchas veces me dijeron, "En realidad él no quería hacerlo", "No debería haber llamado a la policía", "Esto es desproporcionado, no es para tanto".

Les estaba arruinando la vida. Yo no conocía a sus parejas. No podía entender su relación. Muchas veces me sentía aliviada cuando no me cogían el teléfono

Para cuando dejé mi puesto, no solo estaba cansada de los gritos, sino también de intentar evaluar toda una relación de pareja en la cantidad de tiempo que se tarda en leer un informe policial. Estaba harta de las mentiras procedentes de ambas partes y de intentar decidir si una relación era abusiva o mutuamente tóxica. Lo cierto es que la violencia de género es tan complicada y única como las personas que participan en ella.

Una y otra vez venían mujeres a mi despacho o me llamaban por teléfono, normalmente gritando, a menudo llorando. Los muros de justa indignación que había construido se derrumbaron. ¿Qué me daba derecho a decidir qué era lo mejor para esa persona? ¿Quién era yo para arrastrarla al tribunal? ¿Quién era yo para hacer algo que desembocaría en que el único sustento de la familia fuera deportado? ¿Quién era yo arriesgarla a que los servicios de protección infantil volvieran a su casa otra vez? Era fácil juzgar esas relaciones cuando lo único que hacía era "crear conciencia", pero era completamente diferente afectar directamente a sus vidas.

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Quité The Jane Doe Project de mi curriculum antes de abandonar el despacho del fiscal.

Fue el pasado Domingo de Pascua, cuando conducía a casa después de haber ido a visitar a mis padres. Ahí es cuando les vi, junto a la carretera. Un hombre y una mujer, adolescentes o veinteañeros, agitando los brazos, sus gritos amortiguados a través de las ventanillas cerradas de nuestro coche.

"¡Madre mía!", dije, señalando a la pareja. Mi marido bajó la velocidad, pero no paró. Empezamos a observarles conforme nos acercábamos con el coche.

Empecé a preguntarme si deberíamos parar, pero pasamos de largo.

Entonces el tío lanzó un puñetazo y mi marido apretó fuertemente el claxon mientras daba la vuelta para regresar.

A pesar del puesto actual de mi marido como fiscal y de que yo me dediqué a eso en el pasado, ambos dudamos cuando vimos a la pareja peleando. ¿Era mutuo? ¿Importa eso? ¿Deberíamos actuar? Llamamos a la policía cuando se lanzó un puñetazo claro, pero incluso entonces seguíamos dudando. Yo ya sabía que aquello acabaría con un impasible informe policial y con una chica que no querría testificar contra el tío que decía amar.

Esperamos a que llegara la policía y vimos cómo pelaban desde el coche aparcado. Una y otra vez, el chico se alejaba y ella le seguía. Él se giraba, le gritaba a la cara y volvía alejarse. Y ella volvía a seguirle. Aparté la vista por un momento y cuando volví a mirar la chica estaba sobre el suelo y él sobre ella.

Entonces ella dejó de seguirle y empezó a caminar en la dirección contraria, con los leggings llenos de polvo.

El chico se alejaba por el campo y nosotros esperamos con la chica junto a la carretera hasta que llegó un oficial totalmente indiferente, nos tomó declaración y nos dijo que podíamos irnos. Nos fuimos cuando llegó la madre de la chica, gritando que ya le había dicho que aquel chico no le convenía.

Hace diez años habría llamado a la policía sin dudar. Era una ecuación sencilla. Gritos acalorados más cualquier tipo de actividad física igual a una relación que la mujer debía abandonar.

Aquella Pascua, todo lo que tenía eran preguntas y dudas. Todo lo que oí fue a la chica gritar a su madre, "No pienso ir a juicio por esto".