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Identidad

Cuando tu menstruación intenta matarte

Siempre temí a mi período, pero jamás pensé que, cuando aparecía cada mes, ponía en peligro mi vida.
Image by Sophie Chadwick

Me encontraba sentada con las piernas cruzadas en una cama de hospital, explicando la historia de mi menstruación a un médico. Él me miraba extrañado, consultando mis notas. "¿25 años? Eres muy joven". Aquella tarde me enteré de que tenía una anemia galopante. Me ingresaron en el hospital para hacerme una transfusión de sangre. A lo largo de 12 horas fui absorbiendo lentamente tres bolsas de sangre, enganchada a un gotero rodeada de mujeres que me triplicaban la edad.

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Antes, aquel mismo día, había recibido una llamada de mi médico acerca de los resultados de mis análisis de sangre. Me ordenó que fuera a urgencias inmediatamente porque mis niveles de hemoglobina eran peligrosamente bajos. Desorientada y sola, lloré en silencio mientras las enfermeras enganchaban válvulas de plástico a mis venas. Estaba tan cansada que apenas podía andar y tuvieron que empujarme en silla de ruedas por los largos pasillos del hospital. Incluso permanecer sentada me resultaba difícil, mi cuerpo no paraba de doblarse por la mitad. Puede resultar fácil olvidar la vulnerabilidad del ser humano cuando estás ocupada en diversas distracciones hasta el punto de dejar de escuchar a tu cuerpo. Aquella noche fui bruscamente obligada a recordar que nadie es infalible.

Todos los meses desde que alcancé la pubertad estaba perdiendo una cantidad de sangre que ponía en peligro mi vida… Y yo pensaba que eso era lo normal

El intenso cansancio había empezado a finales de junio. Cuando regresé a casa de un festival, me había sentido un poco exhausta por acarrear mucho peso, pero pensé que un día de descanso me devolvería a la normalidad. En lugar de ello, mi aletargamiento empeoró. Todas las tareas me resultaban extremadamente difíciles. Me sentía exhausta todo el tiempo y tan frustrada que me daban ganas de llorar. Me costaba mucho hacer mi trabajo y apenas podía subir escaleras. Intentar hacer mis ligeros ejercicios habituales me llenaba de terror, la mayoría de días simplemente no podía reunir energía suficiente para hacerlos. Ni siquiera era capaz de arrastrarme a la cocina para prepararme algo y la mayor parte del tiempo solo quería tumbarme en el sofá y rendirme. Había empezado a quedarme dormida a mitad del día.

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Era un sueño que yo no quería pero que no podía combatir, un sueño que me hacía sentir fuera de control e indefensa. Por las mañanas, si me levantaba demasiado rápido me sentía mareada y me dolía la cabeza. Y por supuesto, tenía deseos de meterme metanfetamina como una adicta.

La vida a veces te reparte esas cartas y te lanza señales para que pares antes de que sea demasiado tarde. Al principio no escuché a mi cuerpo y me asaltaban pensamientos ilegitimantes: ¿estaba cansada o simplemente es que era una vaga? La mayoría de la gente me echaba un vistazo y daba por supuesto que estaba bien. En una atmósfera política en la que tu valía está tan estrechamente vinculada a tu productividad, me sentía culpable y no paraba de obligarme a hacer cosas y a ir a sitios.

Cuando recibí el diagnóstico fue todo un alivio para mí saber que mi agotamiento físico tenía un motivo. La grave anemia había sido provocada por mis abundantes menstruaciones. Todos los meses desde que alcancé la pubertad estaba perdiendo una cantidad de sangre que ponía en peligro mi vida… Y yo pensaba que eso era lo normal. Tenía que cambiarme la compresa varias veces por la noche y, en los días de sangrado más abundante, no podía salir de casa sin al menos 5 tampones del tamaño más grande.

Mi primer período me vino a los 11 años. Gracias a la precaria educación sexual que había recibido en el colegio aprendí que un tampón podía expandirse hasta triplicar su tamaño original, pero no tenía ni idea de cuánto sangraba como media una chica de mi edad. Las clases se centraban más en la forma de nuestros cuerpos que en su función, de modo que sufrí en silencio durante toda mi adolescencia y parte de los años posteriores y únicamente las personas más cercanas a mí conocían la magnitud de mi dolor.

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Soporté menstruaciones que me debilitaban hasta el punto de impedirme hacer casi nada, con un dolor tan agudo que tenía que ausentarme del colegio o del trabajo. Me despertaba en mitad de la noche por el dolor el primer día del ciclo. Las náuseas eran tan terribles que me sentaba en el baño a vomitar y me daba miedo comer por si volvía a pasar. Perdía horas de sueño y me despertaba de repente empapada en sudor. Cuando me venía la regla en el trabajo tenía que encontrar el modo de que me dieran permiso para ir a casa. Aquel momento del mes no me resultaba ligeramente molesto, sino que literalmente me aterrorizaba. Tenía la sensación de que mi menstruación intentaba matarme… Y años después, casi lo hizo.

La anemia es común entre las mujeres que sufren de menstruaciones abundantes, pero no necesariamente de forma simultánea a la regla. Normalmente puede contrarrestarse con una dieta equilibrada rica en hierro, pero en mi caso comer espinacas y alubias rojas no era suficiente para compensar mi pérdida de sangre. Al parecer las mujeres se enfrentan a un riesgo mayor y tienen menos probabilidades de que se les detecte en un principio.

"El déficit de hierro en las mujeres que menstrúan no se toma en serio como indicador de enfermedad como sucede con los hombres y las mujeres que han atravesado la menopausia", explica Sophie Osbourne, doctora del servicio nacional sanitario británico en Enfield, al norte de Londres.

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Su punto de vista refleja mis propias experiencias: hace un año, cuando los resultados de mis análisis de sangre indicaron que tenía una anemia leve, mi médico no pensó que fuera suficientemente importante como para decírmelo.

"Es bastante poco común que un déficit leve se convierta en grave a menos que haya otros factores en juego", continúa. "Las menstruaciones muy abundantes sin duda provocan valores de hierro sorprendentemente bajos si persisten a lo largo del tiempo".

Osbourne me explica que ha tratado a muchas mujeres con déficit de hierro durante su carrera. "En muchos casos", afirma, "se sospechaba de hemorragia intestinal, pero al final la culpa resultaba ser de la menstruación".

En los colegios, lugares de trabajo y espacios públicos, la gente inventa formas cada vez más innovadoras de ocultar los tampones en la manga durante el viaje al lavabo, o de vaciar discretamente sus copas menstruales en los baños compartidos. El estigma del período me enseñó a muy temprana edad que todas esas cosas que suceden a los cuerpos que no son masculinos y cisgénero son extrañas y malas y que no debe hablarse sobre ellas.

Hubo un tiempo en que las mujeres lucharon por conocer al completo todos los aspectos de su salud reproductiva. El movimiento de las mujeres de 1969 desembocó en el libro colaborativo Our Bodies, Ourselves ("Nuestros cuerpos, nosotras mismas"). Alimentado por una sed de conocimiento sin precedentes en el contexto de la profesión sanitaria, que por aquel entonces estaba profundamente dominada por los hombres, el libro surgió de un taller de concienciación sobre el cuerpo femenino.

Actualmente, las mujeres nunca hablamos de la regla. Sin ningún referente el que apoyarme, no me cuestioné lo que me estaba sucediendo. Me costaba mucho hablar sobre mis problemas menstruales con mis amigas y me sentía como un fraude cuando debía explicar a mis jefes que el motivo por el que no podía ir a trabajar era el dolor. A lo largo de los años, aprendí a manejar mi enfermedad. Cambiar a las copas reutilizables en lugar de usar compresas y tampones redujo drásticamente los vergonzosos escapes. Evitar las situaciones estresantes aliviaba mi dolor mensual. Cuando me hice autónoma pude empezar a tomarme unos días libres sin sentirme culpable porque ya no tenía que rendir cuentas a ningún jefe.

Unos días después de la transfusión de sangre, seguía estando cansada y frustrada, así que llamé a mi médico. Ingenuamente pensé que el procedimiento había funcionado como cuando cargas un teléfono, que bombearían sangre nueva a mi interior y me mandarían a casa como nueva. En lugar de ello, me mandaron a casa con una bolsa de plástico transparente llena de cajas de pastillas. En su peor momento, tomaba diez pastillas al día, las más importantes diseñadas para detener mi período y que la fuerte pérdida de sangre no anulara la finalidad de la transfusión.

Pasaron semanas hasta que me recuperé del todo y todavía estoy en ello, pero ahora vuelvo a sentirme viva. Son pequeñas cosas, como subir unas escaleras sin tener que pararme después a descansar. Es la ausencia de demoledoras cefaleas y la capacidad de montar en mi bici sin sentirme como si me fuera a desmayar. Además de aletargamiento, tenía los sentidos abotargados, pero ahora mismo siento una gratitud abrumadora. El hecho de que me sienta mejor gracias a que unos desconocidos donaran su sangre —que ahora es mi sangre— es una fuente constante de reverencia. Sigo teniendo miedo a mi período, pero creo que ya he experimentado la peor de sus consecuencias (al menos por ahora.