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Identidad

​43 años viviendo en un faro: así es la farera más veterana de España

A los 22 años se convirtió en la segunda mujer farera del estado. Hoy, Cristina sigue anclada en la Costa da Morte (Galicia) dedicada a un oficio casi extinto y tradicionalmente masculino.
CRISTINA FERNÁNDEZ EN EL FARO DE LA COSTA DA MORTE por GUILLERMO CERVERA

"É unha profesión de homes, vaslle sacar o traballo aos homes!' ("Es una profesión de hombres, ¡vas a sacar el trabajo a los hombres!").

A Cristina Fernández le sale el gallego al recordar la reacción de su padre cuando le dijo que iba a ser farera. Tenía unos 20 años. La respuesta fue la habitual en un pueblecito pesquero en la Galicia de los 70. Entonces solo había otra mujer trabajando de farera en España, y casi nadie lo sabía. Desde luego su padre no.

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"¡Estás completamente loca, eres un bicho raro!".

Todo eso queda muy atrás, y Cristina lo cuenta entre risas como una curiosidad más de su trayectoria atípica. Lleva ya 43 años viviendo en el faro del cabo Vilán, en la Costa da Morte, un tramo escarpado e históricamente temido por los navegantes situado al norte de Finisterre. Tiene otros diez faros a su cargo. A día de hoy, es la farera en activo más veterana del país.

Siempre me he impuesto no tener miedo, por lo de ser mujer. Quería superarme, quería estar a la altura de los hombres. Luchar por demostrar que sí podemos y valemos

A sus sesenta y pocos es una mujer pequeña, fibrosa, y energética. Nos recoge en su furgoneta blanca de la Autoridad Portuaria de A Coruña y de camino al faro no deja de hablar un torrente de español y gallego. La carretera zigzagea durante cinco kilómetros desde Camariñas, su pueblo natal, donde se la conoce como una celebridad.

Casi sin preámbulos explica que el oficio no le llegó por vocación, sino más bien de rebote. Empezó a trabajar como taquígrafa a los 14 años y consideró dedicarse a la enseñanza. Pero se juntó con el hijo de un farero, quien le propuso presentarse con él a las oposiciones.

Era el año 1972. A los 22 años, Fernández se convierte en la segunda farera del país. Otra mujer la seguiría al cabo de poco. De esas tres pioneras, ella es la única que se resiste a retirarse. La sola mención de la jubilación la pone en alerta, nerviosa: "El Vilán es mi vida. No vivo solo en el faro, también vivo para él".

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Vistas desde el faro. Imagen por Guillermo Cervera

El faro lleva el nombre del cabo en el que se encuentra, en uno de los tramos más peligrosos de la Costa da Morte. Cerca de allí se hundió el Prestige en 2002, causando una de las peores catástrofes medioambientales del siglo. Al llegar, Cristina señala hacia un punto totalmente indistinguible por la niebla: "Todo esto se llenó chapapote".

El del petrolero fue solo un episodio más en un litoral famoso por sus hundimientos. Cristina creció escuchando leyendas reales de barcos partidos como astillas y cadáveres flotando en la ría. Eran las historias que contaban los viejos, las que infunden el temor necesario para enfrentarse al mar.

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Le pregunto si pasa miedo. Se lo piensa un rato antes de contestar mientras empieza a subir los 250 escalones de la torre. Su rutina de cada mañana desde hace más de cuarenta años.

"Le tengo respeto a las tormentas. La pasada noche de reyes, por ejemplo, una ola de casi treinta metros golpeó el faro". Después de subir unos cuantos escalones más, se gira y añade: "Pero siempre me he impuesto no tener miedo, por lo de ser mujer. Quería superarme, quería estar a la altura de los hombres. Luchar para demostrar que sí podemos y valemos".

No vivo solo en el faro, también vivo para él

Era un oficio de hombres, como la mayoría en la época, pero se sintió bien aceptada. "Los compañeros fueron maravillosos, pero el machismo te lo encuentras donde menos te lo esperas", dice sin dar más detalles. Otras la siguieron: en España llegaron a haber 23 fareras.

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Muchos y muchas desertaron en 1992, cuando se eliminaron las oposiciones y los fareros dejaron de considerarse funcionarios. Les dio miedo verse degradados y pasaron a hacer otras tareas en la Administración. En la provincia de Coruña había siete, y ninguno de ellos se fue. Según Fernández, se mantuvieron en sus puestos porque ella les arengó con un discurso al estilo Braveheart:

"¿Sois fareros de pura cepa o no? ¡Toda ayuda al navegante es poca!".

El cambio de estatus de los fareros implica también una dificultad añadida a la hora de aspirar a una plaza. Dos de los tres hijos de Cristina querían seguir la estela de sus padres, pero les echó atrás lo complicado del proceso.

Cristina vive sola en la base del faro desde que murió su marido. Imagen por Guillermo Cervera

Los fareros como Cristina —los que viven en el faro además de trabajar en él—, están en vías de extinción. La localización por satélite cubre desde hace años buena parte de su función. De los 187 faros del litoral español, poco menos de cincuenta están habitados. La mayoría están automatizados y los operan puntualmente técnicos de mantenimiento. El Estado planea reconvertirlos en hoteles y restaurantes para sacarles provecho.

Cristina cree que la intervención humana siempre será imprescindible. El sistema automatizado es cómodo, pero poco tiene que hacer frente a la naturaleza devastadora. Lo sabe por experiencia: el fondo de pantalla de su ordenador es una fotografía de un rayo atravesando el Vilán, como en las tormentas de los dibujos animados.

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"Esto pasó hace unos años. Cayeron unos 300 relámpagos en la costa y fundieron toda la instalación eléctrica. Durante dos meses tuvimos que volver a lo rudimentario, encendiendo y apagando el foco como hace siglos".

Desde que muriera su marido Antonio en octubre de 2010, Cristina vive sola en su casa, en la base del faro. Al enviudar intentó mudarse al pueblo, pero la tentativa duró una noche: no pudo conciliar el sueño y deshizo el camino. Fotografías de Antonio y de sus tres hijos decoran las paredes de los pasillos. En cada esquina hay acuarelas y reproducciones en miniatura del faro.

"¿Es una vida solitaria?", le pregunto.

"Depende de cómo lo plantees. Para mí es una vida cargada de libertad… para mí la soledad significa libertad".

Los compañeros fueron maravillosos, pero el machismo te lo encuentras donde menos te lo esperas

En realidad, el Vilán es un mal sitio para vivir en soledad. Cada día lo visitan turistas, escuelas o peregrinos en ruta hacia Compostela. Hay hasta una cafetería y una exposición de piezas obsoletas del faro. En una pared cuelga un mapa de la Costa da Morte hecho a mano por un pescador de la zona, donde marcaba con cruces los naufragios; así se orientaba para encontrar los mejores bancos de peces.

Las autoridades británicas hicieron lo mismo de forma paralela. En sus cartas náuticas marcaban el tramo con una cruz y alertaban a sus navegantes para que extremaran precauciones. Según una teoría, fueron ellos quienes empezaron a llamarla Costa da Morte.

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La tragedia del HMS Serpent tuvo que ver con el nombre. Ocurrió una noche de tormenta en 1890: un torpedero de la Royal Navy se estrelló cerca del cabo Vilán, en mitad de su ruta hacia África, y murieron sus 173 tripulantes. Solo se recuperaron 142 cadáveres. "Tardaron en sacar los cuerpos, se los encontraban descuartizados entre las rocas: un cerebro, un brazo, una pierna", explica la farera con naturalidad. Lo que recuperaron fue enterrado en una fosa común frente al lugar del naufragio.

Este accidente aceleró la construcción del actual faro Vilán. El que alumbraba antes la zona, el Faro Vello, proyectaba un ángulo de oscuridad fatal de quince grados. El nuevo, terminado en 1896, fue el primer faro eléctrico de España; su foco alcanza las 60 millas, unos 97 quilómetros.

Antes, una luz así podía significar la diferencia entre la vida y una muerte agónica. Cristina está convencida de que todavía hoy es decisiva. Aunque sea dando ánimo con su señalización de tierra firme, la esperanza de la salvación.

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Solo admite una parte negativa en su oficio. Son las veces en las que no hay posibilidad de ayudar. Lo explica mientras sorbe café descafeinado en el comedor de su casa.

"Siempre recuerdo un naufragio muy cerquita de aquí. Iban tres jóvenes faenando un día de niebla. Me quedó eso muy grabado, porque yo enseñé a leer a uno de los muchachos. La barquita era muy pequeña, se les llenó de agua. Dos sabían nadar como peixes, y le dijeron al otro que se agarrara a la gamela, que ellos irían nadando a tierra. La niebla los desorientó y murieron ahogados. A los nueve días flotaron sus cuerpos. El que no sabía nadar llegó sano y salvo a la ensenadita."

Cuando era novata llamaba al salvamento marítimo cada vez que veía una embarcación fuera de control. Pero aprendió a dejar de hacerlo. Ahora, en los días de tormenta le da la espalda a la ventana. No soporta ver los barcos desaparecer entre las olas gigantes. Mientras lo explica, afuera la niebla ha cuajado tanto que la ventana parece un mantel blanco.

"El mar es mi amor, mi amado. Pero a veces bate fuerte y no deja faenar a los percebeiros, y algunos ya no vuelven. Y eso duele. Entonces me enfado con él", dice con el mismo tono desenfadado con el que recordaba la primera reacción de su padre. "Entonces le riño y lo llamo asesino."