Tomé metanfetamina con mi madrastra
Illustration by Maritza Lugo

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Identidad

Tomé metanfetamina con mi madrastra

“Mira, llevo un poco de droga encima si te apetece… Yo creo que te ayudará”.

La primera vez que dije una palabrota en mi vida fue la noche en que conocí a la nueva novia de mi padre. Era una fría noche de diciembre y yo tenía 10 años. Mis tres hermanos pequeños y yo, acompañados de mi madre, llegamos a la puerta del extraño dúplex post-separación y pre-divorcio de mi padre, emocionados y listos para sorprenderle con nuestros regalos de Navidad.

Mi padre desde luego se sorprendió un montón. Abrió la puerta y trató de distraernos con una charla trivial mientras una cabellera rubia corría a toda velocidad hacia el dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Los niños se dan cuenta de todo, así que por supuesto nosotros nos abrimos paso a empujones, entramos en la casa, corrimos hacia el dormitorio y abrimos la puerta de golpe para encontrarnos a Angie, una fabulosa mujer de 22 años de cabello rubio y rizado, con una botella de vino tinto en una mano, un sacacorchos en la otra y una mirada de terror dibujada en el rostro. Ni mi padre ni mi madre bebían por aquel entonces, de modo que aquel era el primer sacacorchos que veía en mi vida. Parecía un arma. Entablé un silencioso y desafiante contacto visual con Angie, me di la vuelta y corrí de nuevo al exterior de la casa, adentrándome en la nieve.

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Aquella visita navideña había sido un fracaso total y ahora todos estábamos en el exterior del dúplex llorando, incluido mi padre. Me habría gustado seguir escupiendo palabrotas para siempre, pero sabía que me metería en problemas si lo hacía. Para poder pronunciar mi primera palabrota necesitaba que el universo me ofreciera una situación en la que pudiera hacerlo libremente, sin consecuencias, y en medio de aquel mar de lágrimas fui consciente de que ese era mi momento.

"Papá, ¿qué mierdas está pasando?", pregunté.

Pero no recuerdo haber recibido ninguna respuesta.

El día que conocí a Angie oficialmente también fue la primera vez que fui de compras. No era una coincidencia, sino más bien una salida planeada y orquestada por mi padre. Habían pasado unos cuantos años desde aquella pesadilla antes de Navidad y Angie había dado tan mala impresión la primera vez que mi padre pensó que lo mejor para que ella y yo pudiéramos presentarnos en condiciones era que me llevara al centro comercial para pasar algo de tiempo juntas a solas. Y no pudo estar más acertado.

No hablamos mucho durante el trayecto en coche hasta el centro comercial. Yo me sentía intimidada por todo lo que tuviera que ver con Angie, probablemente porque ella tenía 25 años, un cuerpo perfecto y unas enormes tetas naturales. Mientras fui creciendo llegué a idolatrar a Barbie y, a mis trece años, me encontraba en presencia de una de carne y hueso que quería gustarme y para conseguirlo me estaba llevando de compras. Era como un sueño hecho realidad. Empezamos la expedición visitando Journeys y comprando varios pares de robustas sandalias Doc Martens. Ir de compras con Angie era divertido porque no cuestionaba ninguno de mis gustos sobre moda y me animaba a seguir mi estilo. Cuando no pude decidirme entre un par marrón y uno negro, Angie solucionó el problema de inmediato: "¡Quédate los dos!", exclamó, agitando en el aire una tarjeta de crédito. Incluso se compró un par de sandalias para ella.

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No solo me compró dos pares de sandalias, sino que también conseguí las películas Fuera de Onda y Tommy Boy en VHS, cinco conjuntos de ropa, literalmente una tonelada de productos de baño y la increíble hermana mayor que siempre había deseado tener aun sin saberlo.

La tienda favorita de Angie en el centro comercial era un establecimiento que vendía ropa "sexy para mujeres de negocios" y que en Oklahoma City era lo más parecido a Versace que podías encontrar. Aquel día Angie compró unos cuantos jerséis ajustados, un cinturón de cadena, pantalones vaqueros de colores y unos cuantos pañuelos para atar al cuello. En la tienda también vendía vestidos de noche, así que naturalmente nos probamos unos cuantos. Al mirarme en el espejo, enfundada en un vestido negro sin mangas con una abertura que dejaba ver mi muslo y una franja transparente a la altura de la cintura, ya no parecía una treceañera de metro cincuenta sino una mujer adulta. Angie me dijo que me quedaba muy sexy y compró el vestido sin pensarlo.

No mucho después de nuestro día de compras me bebí mi primera copa de champán durante una cena con Angie y mi padre en el Club de Campo de Oklahoma City. Aquel club disponía de un comedor elegante —donde había que entrar de etiqueta— y como acababa de comprar mi primer vestido de noche nos pareció lógico que lo celebráramos mostrándolo en público. El camarero llegó para tomar nota de las bebidas.

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"Tomaremos tres copas de champán, por favor", dijo Angie, exhibiendo su sonrisa de un millón de dólares.

"Por supuesto", respondió el camarero.

Mi padre empezó a protestar, pero Angie le cortó antes de que pudiera siquiera decir la primera palabra.

"¿Qué pasa, Butch?", ¡Solo es una copa de champán, por Dios!".

Antes de que mi padre pudiera responder el camarero había traído diligentemente el champán a la mesa. Di alegremente un sorbo a mi copa mientras Angie sonreía desafiante a mi padre, retándole en silencio a que pusiera fin a nuestros jueguitos. Él apuró su copa y permaneció en silencio, sabiendo perfectamente que yo estaba quebrantando las normas y que él no podía hacer nada al respecto.

Cuando mi padre abandonó el dúplex para mudarse a una nueva casa, Angie se fue a vivir con él y se llevó consigo su perpetua ansia por ponerse ciega. Pocas veces la veía sin una cerveza, una copa de vino o un cóctel en la mano. No tenía trabajo, así que pasaba los días cocinando, limpiando y decorando la nueva casa de mi padre con increíblemente caras cestas de picnic de mimbre fabricadas por la firma Longaberger, con la que ella estaba obsesionada. Las llenaba de revistas, animales de peluche, frutas… Cualquier cosa que cupiera en una cesta, en realidad. Nunca había imaginado que fueran para tanto, pero aquí estábamos nosotros, rodeados de cestas por valor de miles de dólares. Mientras Angie se centraba en su incipiente pasión por las cestas, mi padre empezó a coleccionar Beanie Babies pesando que su valor aumentaría con el tiempo.

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La primera vez que me emborraché con Angie fue durante una visita de fin de semana a su nueva casa. Aquella noche de sábado en concreto, ella y yo estábamos en el dormitorio principal viendo La tropa de Beverly Hills cuando me ofreció una Coors Light, que yo acepté con entusiasmo. Cuatro cervezas más tarde estábamos bailando sobre la cama al ritmo del Immaculate Collection de Madonna. Así era la vida con Angie: un interminable fin de semana en casa de una amiga sin ningún tipo de normas.

Angie también fue la primera persona a la que vi emborracharse casi hasta el desmayo. Mi padre nos llevó a mí, a ella y a mis hermanos a pasar un fin de semana en Dallas. Estábamos en una fiesta que unos amigos de mi padre habían organizado en su piscina y Angie, que tenía 26 años por aquel entonces y había bebido demasiado vino, se puso cada vez más gritona y obstinada, empezó a pelearse con mi padre y con sus amigos y se aisló de todos los demás adultos de entre 40 y 50 años que había en la fiesta. No paraba de tambalearse y apartaba su copa de vino de todo aquel que trataba de quitársela. Finalmente se cayó, rompió la copa y salpicó todo de vino, pero en lugar de disculparse se echó a reír histéricamente, con su floreado vestido corto subido por encima de la cintura y con las bragas al aire.

Yo lo observé todo desde la distancia, fascinada pero también consciente de que algo no iba bien. Angie había elegido formar parte de un mundo en el que no había sitio para ella. Las mujeres la detestaban y los hombres la temían. Estaba completamente sola.

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No le había dicho a nadie que llevaba todo el día metiéndome metanfetamina

La siguiente vez que a Angie se le fue la pinza fue durante unas vacaciones de verano en las que mis hermanos y yo fuimos a pasar una semana con ella y con mi padre. Íbamos a hacer un pequeño viaje y nuestra primera parada era Bartlesville, Oklahoma, donde los Woodward Travelers —un equipo masculino de béisbol formado por chicos de secundaria del que mi padre era entrenador— iban a jugar el torneo final de ese año. Después de aquello iríamos a Grand Lake, en el noreste de Oklahoma, a pasar el resto de la semana.

El primer fin de semana de nuestras minivacaciones acompañé a mi padre al campeonato, pero mis hermanos decidieron quedarse en el hotel con Angie. El domingo por la noche los Travelers ganaron la final y lo que yo pensaba que sería un fantástico viaje estaba a la vuelta de la esquina. Entonces mi madre llamó a mi padre para decirle que Angie estaba borracha y que estaba llevando en coche a mis hermanos por todo Bartlesville.

Al parecer Angie había pasado el día bebiendo cerveza tras cerveza en el hotel antes de meter a mis hermanos en el coche y salir hacia el campo de béisbol. Su comportamiento errático y su mermada capacidad para conducir hicieron que mi hermano Jake se asustara tanto que le robó el teléfono móvil y llamó a mi madre para contarle lo que estaba pasando.

Mi padre colgó el teléfono justo cuando el Chevrolet Tahoe azul de Angie llegaba a toda velocidad al aparcamiento. Lo que siguió fue la madre de todas las peleas: mis hermanos y yo nos apresuramos a meternos en el coche de mi padre mientras él trataba de calmar a una furiosa Angie. Finalmente la tomó con nosotros a grito pelado y empezó a rodear el coche en círculos como un depredador de película de terror, agrediéndonos verbalmente a cada uno de nosotros individualmente.

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Primero la tomó con Jake por robarle el teléfono.

"¡Pequeño ladrón retrasado!", gritó, refiriéndose a su síndrome de Asperger. "¡Puto bebé!", espetó a mi hermano más pequeño, Kurt, que estaba llorando y muy disgustado. A Sara, la menor de los cuatro, la llamó "pequeña zorra llorona" justo antes de fijar su mirada en mí.

"¡Puta mocosa mimada!", me gritó.

Yo estaba totalmente sorprendida, creía que Angie y yo éramos amigas.

Finalizó su desmadre corriendo hacia el Tahoe, abriendo las puertas traseras de par en par, agarrando la tele portátil que se suponía que íbamos a llevar al lago con nosotros y estampándola contra el suelo.

A raíz de aquello comenzó un período en el que Angie iba entrando y saliendo de nuestras vidas. Normalmente su desaparición sucedía tras un derrumbe emocional provocado por el alcohol o las drogas que hacía que mi padre rompiera con ella durante un breve período de tiempo antes de volver a su lado.

Cuando a los 15 años me mudé a vivir con mi padre, Angie ya no vivía con él, sino en un edificio de apartamentos en la misma calle. Yo no lo sabía en aquel momento, pero la causa era que la habían pillado usando los tacos de recetas de mi padre para obtener analgésicos y un juez dictaminó en una audiencia entre mis padres para determinar la custodia que, si mi padre quería ver a sus hijos, Angie no podía vivir con él. Sin embargo, Angie se curró pacientemente su regreso a nuestras vidas y finalmente mi padre decidió casarse con ella.

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Angie fue la encargada de comunicarme su inminente boda.

"Tengo algo que enseñarte", me dijo una noche. Entonces sonrió como una maníaca y me plantó el anillo de compromiso delante de la cara, saboreando placenteramente mi conmoción.

Mi padre se mudó a una casa nueva (que Angie no tardó en llenar con todavía más cestas decorativas) cuando cumplí los 16 y di mi primera fiesta en casa cuando él y Angie estaban en St. John casándose.

Mi padre regresó de lo que supuestamente debía ser una modesta boda para dos visiblemente afectado. Angie había decidido celebrar el fin de semana como si fuera el Spring Break 2000 de la MTV y, en el transcurso de 72 horas, casi la echan del hotel, del bar del hotel y del bar de la playa. Su foto de boda lo decía todo: mi padre y ella en la playa, él sosteniéndola entre sus brazos, cada músculo de su cuerpo en tensión en un desesperado intento de impedir que ella se cayera, y ella sonriendo de oreja a oreja con un cóctel en una mano y un ramo de novia en la otra.

Tras la boda, Angie y yo vivimos en un permanente estado de tensión y odio pasivo-agresivo hacia la otra. Yo había descubierto la hierba durante mi primer año de instituto y también descubrí que ponerme pedo me gustaba mucho más que estudiar para los exámenes de biología, lo que me llevó a pasar el verano estudiando en un curso de recuperación con un puñado de fumetas de segundo ciclo. Aquello fue fantástico. Cada día nos pillábamos un pedal durante la hora de comer, después pasábamos el rato por ahí y fumábamos maría hasta el toque de queda, para levantarnos al día siguiente y volver a hacer lo mismo.

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Una noche llegué a casa fumada hasta el culo y me encontré a mi padre y a Angie en medio de una competición de gritos. Ella llevaba una papa tan gigantesca que apenas podía mantenerse en pie y trataba de acusar a mi padre de haberla estrangulado (mi padre no es una persona violenta y nunca lo ha sido). Cuando empezó a amenazar con llamar a la poli, a mí se me fue la olla.

"¡Cierra la puta boca, jodida puta borracha de mierda!", grité desde el cuarto de estar.

Angie salió del dormitorio como una exhalación, con el teléfono inalámbrico en la mano.

"¿Qué me acabas de decir?", balbuceó con rabia.

"Ya me has oído. ¿Por qué no te largas y sales de una puta vez de nuestras vidas?".

Angie levantó el teléfono sobre su cabeza como si fuera a golpearme con él.

"Ah, ¿ahora me vas a pegar? Que. Te. Jodan".

La aparté a un lado y subí corriendo las escaleras hasta mi habitación. Intenté cerrar de un portazo, pero Angie me siguió hasta el dormitorio con el rostro desencajado de ira.

"¿Sabes qué, Lara? ¡Llevo follándome a tu padre desde que tenías siete años!", gritó. Entonces me miró fijamente a los ojos. "Llevo follándome a tu padre desde que tenías siete años". Las lágrimas corrían por mis mejillas.

"A la mierda todo, voy a llamar a la poli", musitó mientras se daba la vuelta y salía de la habitación.

Aquella noche vino la poli, todos tuvimos que declarar sobre lo sucedido y yo estaba convencida de que este incidente sería la gota que colmaría el vaso, pensé que mi padre solicitaría la nulidad de su matrimonio.

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Pero me equivoqué.

Angie y yo nos fumamos nuestro primer peta juntas aquel mismo verano. Nos habíamos pillado mutuamente tratando de fumar hierba durante unas vacaciones familiares en el lago y nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestras diferencias, en realidad teníamos mucho en común. Aunque ella tenía 28 años y yo 16, nos preocupaban las mismas cosas: conseguir una prestación del estado y ponernos ciegas. Aquel porro compartido revitalizó por completo nuestra amistad, así que hice tabula rasa y perdoné a Angie por todo lo que había hecho. Empezamos a fumar hierba y a beber juntas cada vez que mi padre estaba ausente, lo cual sucedía bastante a menudo. Y cuando él andaba por casa, yo les dejaba hacer sus cosas y salía a fumar y a beber con mis amigos. La vida era maravillosa.

Nuestra fiesta continua tomó finalmente un giro más radical cuando Angie me introdujo al consumo de metanfetamina. Mi padre tuvo que salir de la ciudad por un viaje de negocios de último minuto y yo le convencí para que me dejara pasar la noche en su casa bajo la supervisión de Angie. Mi madre, que tenía la corazonada de que no haríamos nada bueno si nos dejaba solas, protestó mucho para que no me quedara en su casa, pero yo defendí mi caso comprometiéndome a no llegar tarde a clase al día siguiente. Por aquel entonces asistía a una escuela privada episcopaliana y rara vez llegaba puntual a la capilla, de modo que mi promesa de ser puntual resultó fundamental para salirme con la mía. Y funcionó.

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Angie y yo empezamos a beber y a fumar hierba en el mismo instante en que mi padre salió de casa. Conforme avanzó la noche nos fuimos poniendo más y más pedo. Me retiré a mi habitación cuando todo empezó a darme vueltas y me desmayé boca abajo en la cama con todas las luces encendidas a eso de las tres de la mañana. Me desperté a las 7:35, con solo 10 minutos para salir por la puerta. Rápidamente me puse algo de ropa y me tambaleé hasta el piso de abajo.

Cuando estaba vertiendo confusa café en mi vaso de poliestireno, Angie apareció en la cocina con un aspecto extremadamente bueno para una persona de 28 años que solo había dormido tres horas y media tras una noche de borrachera desenfrenada. Me sonrió con tristeza y sacudió la cabeza ante mi difícil situación.

"Mira, llevo un poco de metanfetamina encima si te apetece… Yo creo que te ayudará".

Normalmente habría dicho que no, pero la situación era desesperada. Tenía una resaca de la hostia y tenía que llegar a la escuela, de lo contrario era mujer muerta. Meterme metanfetamina parecía una solución razonable.

"Eeehh… claro, sí. Si crees que me puede ayudar…".

Como por arte de magia se materializó ante mi cara una bandeja con dos diminutas rayas y una pajita.

"Métete una raya por cada fosa nasal. Notarás escozor, pero pasará en seguida".

Me esnifé aquellas rayas. Escocía como el infierno, así que después esnifé un poco de agua para detener la quemazón, cosa que en cierta medida sirvió de ayuda. A continuación añadí un poco de leche a mi vaso de café y me marché.

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El tema "Where is My Mind" empezó a sonar en la radio del coche de camino a la escuela y yo llevaba un globo de campeonato. Conduje como una determinada y centrada maníaca, escuchando a los Pixies en bucle. Conecté con aquella canción de tal modo que se convirtió en mi himno durante el resto del día. Ahora me acuerdo de cuando tenía 16 años y de cómo me ponía hasta el culo de metanfetamina cada vez que escucho esa canción.

¿Sabes qué, Lara? Llevo follándome a tu padre desde que tenías siete años

Estar ciega de metanfetamina fue en realidad bastante genial al principio. Me deslicé en mi fila de la capilla a las 08:00 en punto, estudié para un examen de historia (y saqué sobresaliente) y me sentí como en una nube todo el día. Literalmente sentía como si me desplazara por encima del suelo todo el tiempo. Hablé y conecté con personas que normalmente odiaba y no comí nada a mediodía sencillamente porque la comida no me daba buena sensación en la boca. Estaba convencida de que aquella era mi nueva yo.

El día pasó volando y antes de darme cuenta, mis amigos y yo estábamos tomando algo en una cafetería después de las clases. Fue más o menos en ese momento cuando las cosas dieron un giro inesperado.

Empecé a notar temblores y me costaba mucho construir frases completas. No le había contado a nadie que me había metido metanfetamina porque, aunque mis colegas eran bastante avanzados, meterme metanfetamina con mi madrastra me parecía algo que debía guardarme para mí. Me disculpé y conduje hasta casa escuchando una y otra vez "Where Is My Mind". Cuando llegué, Angie estaba allí, limpiando frenéticamente mientras un tío arreglaba un ordenador roto en el despacho de mi padre.

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"¡Hey!!! Hola. ¡Dios mío, ya estás en casa!", dijo Angie, abrazándome con demasiada fuerza. "¿Cómo te encuentras?".

"No… no muy bien", tartamudeé.

"Solo necesitas esnifar un poquito para recuperarte. Ven conmigo".

Me condujo a su cuarto de baño, donde sacó una bandejita con más pequeñas rayas sobre ella. Me incliné para meterme una y después la miré.

"Angie", susurré seriamente, "¿qué pasa con el tío del ordenador?".

"Ah, no te preocupes, es guay. Le he dado un poquito antes, aquí mismo".

Tan pronto como me metí la raya sonó mi teléfono. Era mi padre, preguntándome por qué estaba en casa y no de camino al terapeuta. Traté de explicarle que me había olvidado por completo de que tenía terapia aquella tarde y que sería genial si no tuviera que ir, pero él no estaba dispuesto a permitirlo y me dijo que fuera para allá lo antes posible.

Salí pitando hacia la consulta de mi terapeuta pero llegué 30 minutos tarde y completamente pedo. Aquella segunda raya de metanfetamina no había ayudado a remediar mi situación, más bien me había convertido en un tambaleante y sudoroso desastre. Cuando llevaba quince minutos de consulta me di cuenta de que no tenía otra opción que salir de allí antes de que mi terapeuta empezara a olerse algo. Inventé una extraña excusa para marcharme mientras salía lentamente de su consulta caminando hacia atrás, corrí hasta el coche, puse la única canción que me importaba en el mundo ("Where Is My Mind") y salí a toda velocidad camino a casa.

Cuando llegué no había nadie. Mi padre y Angie habían salido a cenar y yo no sabía qué hacer con la vida. El pedo se me estaba bajando rápida y dolorosamente, así que me senté en el porche trasero enroscada en una silla a fumar cigarrillos hasta que volvieron. Cuando Angie entró por la puerta no necesitó más que un rápido vistazo para alejarme de mi padre, hacer que me fumara un peta y darme un Ativan para que pudiera dormir.

Angie y mi padre se divorciaron poco después de mi aventura con la metanfetamina. En lo que a mí respecta, la metanfetamina fue una experiencia asilada que definitivamente no era para mí. Angie, por el contrario, continuó por aquel camino a lo grande y se ha convertido en una mujer demacrada y psicótica, aunque todavía muy entusiasta de las cestas. Cuando se mudó se las llevó todas. Mi padre contrató un segurata para que vigilara la casa durante el fin de semana de su mudanza por si intentaba hacer alguna locura. Fue muy triste verla marchar.

La historia no deja de repetirse, de modo que Angie y mi padre empezaron a verse de nuevo después del divorcio y seis meses más tarde, ella y yo volvíamos a formar también parte de nuestras respectivas vidas.

Yo tenía 17 años e iba a empezar mi penúltimo año de secundaria. Mi vida estaba absolutamente fuera de control y, gracias a una serie de terribles decisiones (la mayoría inspiradas por las drogas, el alcohol y la soledad) me había quedado apenas sin amigos. Angie se convirtió en mi mayor apoyo. Me recogía en el instituto, me llevaba a su casa, me preparaba un Bloody Mary y así yo no tardaba en olvidar todos mis problemas.

Pero al final mis problemas me dieron alcance. La última vez que oí la voz de Angie fue cuando la llamé desde la cárcel y saltó el contestador.

Ahí sentada, con las manos esposadas a una silla tras haber sido arrestada por posesión de marihuana, analgésicos y Valium, supe que estaba jodida. Mi madre y mi padre estaban fuera de la ciudad y todo lo que yo quería era que Angie me recogiera, me alejara de allí y me ayudara a fingir que nada de aquello había sucedido. Si había alguien que pudiera sacarme de esa situación, sin duda era ella.

"Hey, Angie, soy Lara. Estoo… me han detenido y esperaba que tú pudieras venir a recogerme. Estoy en la cárcel de Oklahoma County… Supongo que podrías venir aquí o llamarles y ellos te dirán qué debes hacer. Vale, espero verte pronto".

Nunca vino a buscarme. Y tras aquella noche no volví a ver a Angie ni a hablar con ella nunca más.