Mi padre es un baboso que intenta acostarse con mis amigas
Illustration by Martiza Lugo

FYI.

This story is over 5 years old.

Identidad

Mi padre es un baboso que intenta acostarse con mis amigas

Después de la muerte de mi madrastra, mi padre dejó de obedecer las normas y expectativas de los demás y se convirtió en una bestia hiper-sexual.

Cuando mis cinco hermanos y yo descubrimos siendo niños la vieja y aparatosa grabadora de VHS de nuestro padre, allá por el inicio de los años noventa, nos embargó una tremenda alegría. La cámara era enorme y yo, a mis 8 años, no paraba de quejarme de cuánto me dolían el cuello y los hombros por soportar aquel peso.

A pesar de lo engorroso de aquel chisme, nos encantaba usarlo. Juntos grabamos sketches humorísticos, combates de lucha libre al estilo de la WWE y cortometrajes inspirados en James Bond con pistolas de juguete compradas por un dólar y líneas argumentales sorprendentemente coherentes.

Publicidad

La parte que más disfrutábamos de hacer películas era reunirnos en torno a la tele para reproducir las cintas, muchas veces riéndonos de nuestra estupidez en la pantalla y nuestro deficiente manejo de la cámara. Recuerdo que nos reunimos para ver nuestra imitación barata de 007 un mes o dos después de haberla grabado. Totalmente absortos en la pantalla, mis hermanos y yo criticábamos y nos reíamos de la completa oscuridad de una escena nocturna exterior cuando la cinta de repente pasó a emitir ruido blanco estático y después, con la misma velocidad, la pantalla mostró una escena de un hombre y una mujer teniendo relaciones sexuales sobre un colchón. La pareja se revolvía y gemía mientras mis hermanos y yo emitíamos gritos de horror, a pesar de que esto ya había sucedido muchas veces antes.

El mayor de mis hermanos, el que más sentido común tenía, agarró el mando a distancia y pulsó el botón de stop. Estábamos salvados. Un breve momento de silencio y un sutil aire de alivio inundaron la habitación. "Puaj, deberíamos haber puesto una etiqueta a esa cinta", dijo mi hermana. Todos la miramos asintiendo con la cabeza.

Mi padre a menudo grababa porno encima de nuestras películas caseras. Como éramos niños, rara vez etiquetábamos u ordenábamos nuestros vídeos y teníamos la mala costumbre de tirarlos dentro de un cajón atestado de cintas VHS cuando habíamos acabado. Mi padre sacaba la primera cinta que encontraba en ese cajón y la usaba para sus propios fines. Como ninguno de nosotros estaba dispuesto a quejarse a mi padre de semejante problema, nos limitábamos a encogernos de hombros con decepción y empezábamos otra vez.

Publicidad

Porno antiguo por Fabio Barbato vía Flickr

Era difícil reconciliar aquellas calientes escenas de porno duro que interrumpían nuestros juegos infantiles con el hombre que jugaba al escondite con nosotros entre los abedules. Mi padre a menudo nos llevaba en coche a la ciudad y a dar largos paseos campestres por nuestro bosque favorito. Nos enseñaba los nombres de todas las plantas que encontrábamos en nuestra caminata habitual, parecía saber el nombre de cada cosa que crecía en este planeta.

Nunca vi a mi padre como un pervertido o un depredador sexual. Yo daba por supuesto que todos los adultos compartían los mismos comportamientos y los mismos rasgos. Aparte de la "Habitación P" —el nombre con que mis hermanos y yo bautizamos a la colección de porno que tenía mi padre en el sótano— y el porno de las cintas de VHS, yo mantenía una relación relativamente buena con mi padre y mi madrastra. Mis padres se habían separado cuando yo tenía dos años y jamás deseé que volvieran a estar juntos porque su separación era todo lo que yo había conocido. De hecho, apenas podía imaginármelos saliendo juntos en el pasado porque mi madre era una mujer asertiva e independiente, puede que demasiado para mi padre, que sentía la necesidad de ser un dictador en la mayoría de sus relaciones. Creo que simplemente mi madre llegó a madurar demasiado como para permitirse a sí misma estar con ese tipo de hombre. Sin embargo, entre recogidas y entregas de niños y fiestas de cumpleaños, mis padres seguían siendo amigos, al menos siempre y cuando el contacto entre ambos fuera el mínimo posible.

Publicidad

Mi madrastra era una mujer macedonia de pequeña estatura con la piel bronceada durante todo el año. Siempre se estaba tiñendo el pelo con diferentes tonos de pelirrojo y castaño. Más o menos una vez al mes (al menos a mí así me lo parecía) me preguntaba entusiasmada, "¿Te gusta mi pelo?". A mí me encantaba verla sonreír, así que incluso aunque fuera incapaz de distinguir el color de ese mes del del mes anterior, siempre le decía que tenía un aspecto genial.

Trabajaba con niños en un centro de día y muchas veces me la encontraba sentada en la cocina a altas horas de la noche. Había estado recortando figuritas de animales o flores para las manualidades del día siguiente en su trabajo. Yo entraba y ella inmediatamente levantaba una figurita y me preguntaba qué creía que era. Yo entrecerraba los ojos, dudaba demasiado rato y empezaba a sonreír. Entonces ella elevaba los brazos y soltaba la respuesta, que por supuesto yo confirmaba lo más sinceramente que podía.

A pesar de ser solo madre de una de mis hermanas, mi madrastra nos trataba a todos como a sus hijos. A mí me encantaba tener una segunda madre y cuando falleció durante mi adolescencia me quedé destrozada. Pero es que además su ausencia desató una versión desinhibida e hipersexual de mi padre que destruyó por completo la cercanía que él y yo habíamos compartido.

La muerte de mi madre desató una versión desinhibida e hipersexual de mi padre que destruyó por completo la cercanía que habíamos compartido

Publicidad

Con la viudedad, mi padre se transformó. Parecía completamente motivado por el sexo. A pesar de tener 70 años y autoproclamarse "lisiado" a causa de una cojera (debida a un accidente durante su juventud que interrumpió el crecimiento de su pierna derecha), mi padre estaba bastante en forma para su edad. Los músculos de su pecho y sus brazos estaban ligeramente definidos por las flexiones que hacía cada día y, si no hubiera perdido unos cuantos dientes, podría pensarse que era mucho más joven. Seguía teniendo una espesa cabellera gris que debía recortar regularmente y continuaba llevando las mismas camisetas interiores de tirantes y los mismos pantalones verdes de camuflaje que compraba exclusivamente en una tienda de artículos militares. Llevaba la ropa hasta mucho después de que hubiera perdido su lustre original, pero jamás parecía sucio o desaliñado y, cada vez que hablaba, su profunda y atronadora voz seguía resonando por toda la casa, como si se negara a ser absorbida por los muebles.

No se sometió a ningún cambio de look después de que muriera mi madrastra, ni se apuntó al gimnasio, ni siquiera se arregló los dientes… Pero algo cambió: su impulso sexual empezó a eclipsar su responsabilidad emocional como padre respecto a sus seis hijos. La muestra más evidente de aquello fue su nada disimulada determinación de acostarse con mis amigas de la infancia, ahora adolescentes.

Monika y Samantha* eran las hijas de un amigo de la familia y mi padre había hecho de canguro para ellas con asiduidad, cuidándolas en casa junto con mis hermanos y conmigo. Las dos hermanas venían de un hogar más desestructurado que el nuestro y yo sabía que algunas de mis compañeras las tildaban de "chonis". Sin embargo yo pensaba que Monika era de lo más guay y me sentía afortunada de poder llamarla amiga. Era físicamente impresionante, con una espesa cabellera rubia y los ojos azules más bonitos que había visto. Fue la primera chica que conocí que tenía novio y que se hizo un piercing en el ombligo. Sus adorables pecas y su sonrisa perfecta rezumaban inocencia, especialmente en contraste con los tops y pantalones ajustados tan sexis que llevaba siempre. Era muy rápida de mente y parecía tomarse los problemas de su familia con calma en lugar de dejar que le afectaran demasiado.

Publicidad

Samantha, por el contrario, era muy conocida por robar a la gente, vender drogas y no ir casi nunca al colegio. Samantha tenía tres años más que nosotras y era guapa pero endurecida. Era alta y delgada, pero aunque se vestía de forma similar a Monika no había contraste alguno entre su ropa y su rostro. Sus cejas ultra-finas y su pelo negro teñido eran el tipo de rasgos que encajaban a la perfección con una chica tan dura. Además, había algo en su sonrisa que siempre resultaba más amenazador que reconfortante. Aun así, la historia de nuestra infancia juntas hizo que se convirtiera en una de las mejores amigas de mi hermana mayor. Juntas nos convertimos en una pandilla de hermanas leales, que mi padre acabaría por destruir cuando nos hicimos adultas.

Poco después del fallecimiento de mi madrastra, mi padre fijó su objetivo en Monika, que por entonces tenía 20 años. A veces le oía hacer comentarios lujuriosos sobre sus inusualmente grandes pechos o hablar mal de su novio afirmando que Monika merecía algo mucho mejor. Un día mi padre tomó la iniciativa: puso distraídamente la mano sobre el muslo de Monika y empezó a deslizarla hacia arriba. Hasta entonces Monika siempre había visto a mi padre como una especie de tío, de modo que el incidente le impactó y le perturbó a partes iguales. Disculparme ante Monika por el comportamiento de mi padre me parecía extraño e inútil, sobre todo porque yo me sentía igual de perturbada que ella por sus acciones y creía que mi padre no merecía ser perdonado. Al final, Monika decidió mantenerse alejada de mi padre y, para evitar el bochorno a mi familia, actuar como si no hubiera pasado nada. Finalmente dejó de devolverme los mensajes.

Publicidad

Mi padre seguía decidido a tener una mujer a su lado. Incluso a los 71 años, estaba obsesionado con la idea de tener más hijos, aferrándose al concepto medieval de que su estirpe debía continuar (a pesar de que ya tenía cinco hijos). Samantha estaba embarazada por aquel entonces y el padre de la criatura estaba desaparecido. Mi padre le dijo que las mujeres embarazadas le excitaban especialmente porque, según sus palabras, sus labios mayores se volvían más gruesos y húmedos durante el embarazo. Yo me enteré de aquel comentario después de que Samantha lo mencionara a una de mis hermanas. A aquellas alturas yo ya no estaba ni sorprendida y, por desgracia, ya casi no me quedaban energías para sentirme horrorizada por la situación. Sentir ira me parecía un esfuerzo inútil.

Samantha estaba a punto de convertirse en madre soltera sin apoyo financiero y pronto quedó claro que no tenía reparos en consentir las payasadas de mi padre a cambio de dinero y favores. Dejó de formar parte del mundo de mi hermana y del mío y pasó a formar parte del mundo de mi padre. Mi hermana mayor, con quien había tenido más amistad, asistía ocasionalmente a las fiestas de cumpleaños y reuniones de Samantha, pero creo que era más por la culpabilidad que sentía por haber sido tan amiga suya en su día que por amistad auténtica.

Mi padre llevaba en coche a Samantha adonde necesitara ir, a menudo pellizcándole el culo cuando bajaba del vehículo. Le daba billetes de veinte dólares para que se los gastara en hierba o en cigarrillos (después del embarazo), pero a veces la obligaba a agacharse frente a él para recogerlos. Mi padre disfrutaba con la compañía de una mujer joven y Samantha se aprovechaba de él cuanto podía sin dejarle traspasar determinada línea.

Publicidad

El respeto que yo sentía por mi padre ahora había desaparecido por completo, evitaba cualquier contacto con él que durara más de cinco minutos. Solo un "hola" mañanero, quizá algún comentario a mediodía sobre el tiempo y un "buenas noches" antes de irme a dormir eran lo que resumía la mayor parte de nuestras conversaciones. Solo saber a quién iba a ver cuando salía de casa o con quién hablaba todo el rato por teléfono hacía que cualquier cosa que yo pudiera decir careciera totalmente de sentido. Yo no culpaba a Samantha, probablemente porque me daban pena tanto ella como su horrorosa trayectoria vital. Yo me limitaba a ser cordial con ella, por miedo a que mi padre se quejara de que estaba siendo grosera y porque su fuerte temperamento me había enseñado a evitar cualquier confrontación con él, siempre que fuera posible.

Mi padre llevaba en coche a Samantha donde necesitara ir, a menudo pellizcándole el culo cuando bajaba del vehículo

En mi opinión, mi padre no se había limitado a cruzar la raya, sino que estaba a miles de kilómetros de ella. Con frecuencia debía luchar para pagar la hipoteca o los beneficios de sus inversiones porque había hecho algo como abonar una factura de 600 dólares por los gastos de teléfono de Samantha, por ejemplo. Nos pedía dinero a mí y a mis hermanos, pero yo era la única que se negaba a negociar.

Hace dos años, en su 72º cumpleaños, mi padre decidió proponer matrimonio a Samantha. No me había informado personalmente, lo supe por mi hermana mayor, que se había enterado por casualidad. Para empeorar las cosas, la propuesta de mi padre tuvo lugar solo dos días después del aniversario de la muerte de mi madrastra. Yo acabé intentando explicar a mi hermana de 17 años, que era hija de la fallecida, por qué el único progenitor que le quedaba vivo le estaba proponiendo matrimonio a una mujer de 24 años en ese momento tan delicado. Por razones obvias, mi hermana pequeña era quien más odiaba a Samantha, pero también era la que más quería a mi padre. Yo la consolaba en nuestra habitación mientras lloraba, preguntándome lastimosamente por qué nuestro padre tenía que hacer semejante cosa. No sabía que decirle. Mi padre estaba en la planta baja, vistiendo el mejor de sus trajes, esperando ansioso la llegada de Samantha con un anillo barato en el bolsillo. Por fortuna, Samantha no estaba interesada en casarse con mi padre y, después de dejarlo bien claro, todo el plan se vino abajo con la misma aparente velocidad con que se había forjado.

Ahora yo me pregunto cuánta decepción puede resistir una relación entre padre e hija. A menudo me debato entre una sensación de culpa por distanciarme emocionalmente de él y una sensación de total y absoluta de distanciamiento. Él se da cuenta de mi decepción e intenta, de una forma extraña y penosa, mantenerme cerca de él. Siempre se asegura de que siempre estén mis comidas favoritas en casa, como los plátanos, y dice casi con orgullo, "Eh, ¿has visto? He comprado plátanos para ti". Lo hace todas las semanas, con varias cosas que sabe que me gustan. Yo sé que está intentando desesperadamente conectar conmigo —aunque sea de la forma más nimia posible— y se lo agradezco. Aprecio que piense en mí, pero solo desearía que fuera en más aspectos que solo en la lista de la compra.

Supongo que entiendo qué le pasa por la cabeza: cree que ha llegado a una edad en la que ya no se siente obligado a preocuparse por las necesidades de nadie que no sea él, que su tiempo aquí ya casi ha terminado y que está dispuesto a vivir sus últimos días haciendo lo que más le gusta (y esto no es solo una teoría. Mi padre es famoso por expresiones como "Si mañana sigo aquí" o "Cuando tengas mi edad lo comprenderás"). Finalmente, su forma de enfrentarse a la muerte —la muerte de su esposa y su propio inminente deceso— es tirar la toalla y dejar de intentar comportarse como es debido.

Su revolución en la época presente es contra la vida misma y contra las expectativas que esta genera y, aunque yo soy capaz de entenderlo, sigo echando de menos a mi padre y buscándole de vez en cuando entre los abedules.

*Todos los nombres han sido cambiados.