La refugiada trans que busca asilo en España
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La refugiada trans que busca asilo en España

Natasha se encuentra estancada en Grecia donde espera el momento de subirse a un avión y volar a Barcelona.

La espera oficial de Natasha empezó hace unos meses en un piso en Tesalónica. Pero en cierto modo se remonta a cuando tenía siete años y se dio cuenta de que su cuerpo no correspondía a su género. Al menos según lo culturalmente aceptable en su Gujranwala natal, al norte de Pakistán.

En Gujranwala nadie le enseñó a leer, así que normalmente nos comunicamos por WhatsApp mediante torrentes de fotos y emoticonos de corazones. Pero el pasado diez de octubre pasó algo. Natasha rompió nuestro hilo de imágenes de gatos con un comunicado en español. Su espera podía terminar abruptamente.

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El Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación de España iba a reunirse al día siguiente para debatir su solicitud de asilo. Respondían a una petición hecha en junio por un grupo de voluntarias, que pedían también el traslado urgente de otras 21 personas refugiadas, estancadas en Grecia en situaciones especialmente críticas.

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Me imaginé su emoción al copiar y pegar el texto, que no podía leer. Era una emoción contagiosa. Podía ser el principio de una vida sin ser perseguida por su condición de mujer trans. El fin de una serie de abusos y humillaciones repetidas con demasiada frecuencia, de Gujranwala a Tesalónica.

Tras el cierre de las fronteras, la segunda ciudad griega se ha convertido en la sala de espera involuntaria de miles de refugiados. Cada uno vive el impasse como puede. Natasha lo pasa en una especie de arresto domiciliario: desconfía, comprensiblemente, del mundo exterior. Solo espera el momento de subirse a un avión y volar a Barcelona.

En Pakistán fue encarcelada por mantener relaciones con hombres

Natasha es cariñosa y comprensiva, ríe, cotillea y se escandaliza a menudo. Por lo que a veces, estando con ella, cuesta ser consciente de las aberraciones que vivió antes de llegar a la relativa seguridad de ese piso.

Antes de empezar a recibir palizas y humillaciones públicas por vestir ropa femenina, ya había conocido la mendicidad y el trabajo infantil. En Pakistán, país que pena severamente la homosexualidad y no reconoce su identidad de mujer, fue encarcelada por mantener relaciones con hombres.

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Su madre y su hermana pequeña pagaron el soborno que la sacó de la cárcel, así como el traficante con el que huyó del país.

Natasha ha contado ya a varios periodistas su periplo hacia Grecia. Su caso recibió atención mediática cuando las aglomeraciones en la frontera greco-macedonia hicieron titulares en la prensa; las cámaras le hacían retratos lastimosos en la suciedad de su tienda. Nosotras no tenemos traductor del urdu, así que tengo que reconstruir sus experiencias, algunas indeciblemente traumáticas, a partir de su inglés básico.

Tiene que resumirlo todo con los pocos términos de su repertorio: "very bad", "no normal", "big problem".

Por ejemplo: atravesar Pakistán, Irán y Turquía, caminando la mayor parte del tiempo, siendo constantemente agredida y acosada por sus compañeros de viaje, fue "big problem". Durante los dos meses que duró la travesía tuvo que adoptar identidad de hombre, interrumpir su tratamiento hormonal y mantenerse callada para no revelar su tono de voz.

En Estambul trabajó tres meses sin cobrar. La precariedad la impulsó a seguir su camino hacia Izmir y lanzarse al Egeo. Cruzar de noche en una patera sobresaturada, conducida por un hombre con cero experiencia en el manejo de lanchas, a parte de terrorífico, fue definitivamente "no normal". Cayeron al agua varias personas, entre ellas un conocido suyo.

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Con paciencia y mucha gesticulación nos explica cómo algunos grupos tenían mala suerte: se desorientaban en la oscuridad, desembarcaban en la misma costa turca, y reventaban las lanchas creyendo que estaban ya a salvo. En Europa.

En Atenas, Natasha fue una vez más carne de cañón para las mafias pakistaníes. Carecía de protección: ni familiares, ni amigos, ni la capacidad de hacerse entender por sí misma. Trabajó recogiendo fruta en régimen de semiesclavitud, soportando de nuevo palizas y abusos.

Se refiere a todo como de pasada, quizá porque las pocas palabras que maneja en inglés no se acercan a hacerlo comprensible.

Cuando decidió huir hacia el norte e intentar cruzar la frontera, se la encontró cerrada a cal y canto.

Su estancia de dos meses en Idomeni, el campo masificado que se formó en la frontera con Macedonia, se caracterizó por las violaciones y las peleas continuas. Algunos de sus compatriotas —"bad men"— la acosaban, rompían su ropa, la agredían física y verbalmente. Junto a ella había escapado parte del fanatismo y el odio del que intentaba huir.

Mientras tanto llegaban malas noticias de casa. Tenía que devolver el pago a su familia o se quedarían en la calle. Se acentuaba la impotencia de no poder trabajar ni pedir dinero.

Natasha salió del abismo por una arbitrariedad, al margen de ninguna ayuda oficial —al no tener papeles, ninguna organización se comprometió a acogerla. En Idomeni conoció a unas voluntarias españolas que se encargaron de su caso; ellas la sacaron del campo y movieron una campaña para recaudar fondos, saldar la deuda de su familia y financiar un piso en Tesalónica donde pudiera tramitar segura una solicitud de asilo.

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Andrea, de Madrid, es una de esas voluntarias. Me explica todos los mecanismos legales que agotaron antes de optar por el traslado humanitario a España. Es categórica en lo que se refiere a pedir asilo en la misma Grecia: "no serviría absolutamente de nada". Las propias asociaciones LGBTIQ+ griegas advirtieron que su seguridad física no estaría garantizada en el país.

Natasha cumple todos los requisitos para ser trasladada, pero su caso choca una y otra vez contra la falta de voluntad política. Según explica Andrea, controlar los avances de la petición es como conseguir el formulario A-38 en la casa de los locos de Asterix: un frustrante laberinto de llamadas cruzadas entre departamentos, medias promesas y comunicaciones estériles.

Cuando le dije que quería hacerle fotos, aceptó sin problemas. Pero no quiso salir a la calle. "Greek people don't like trans"

Por su parte, Natasha no tiene ningún interés en quedarse en Grecia, que percibe como un lugar hostil. Cuando le dije que quería hacerle fotos, aceptó sin problemas: para la ocasión se quitó su pijama de Bob Esponja, se alisó el pelo y posó con diferentes modelos. Pero no quiso salir a la calle. "Greek people don't like trans".

Como ella, la gran mayoría de los refugiados aborrecen la idea de quedarse mucho tiempo en el país. Su espera se llena de rumores que alimentan su ansiedad: el Estado griego no proporciona ninguna ayuda, no hay trabajo, en las entrevistas de asilo están mandando a gente a Bulgaria o Rumanía, etcétera.

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Algunos intentan irse en avión con pasaportes falsos. Esa es una posibilidad exclusiva de las personas con nacionalidad siria. El resto —los que no se consideran elegibles para el estatus de refugiado: afganos, pakistaníes, etc.— se arriesgarían a ser deportados en caliente.

Huir dentro del armario

Para los migrantes homosexuales y trans, ponerse en manos de traficantes comporta un riesgo más allá de la deportación. Se juegan la vida o la integridad física. La espera intermedia en Grecia no es mucho mejor que el viaje.

Andrea y otras voluntarias llevan un tiempo intentando abrir un centro para refugiados LGBTQI+ en Tesalónica. A la barrera natural de la burocracia griega se suman las dificultades logísticas. "Es difícil llegar a las personas, muchas están en los campos y siguen en el armario", dice Alex, una activista suiza implicada en la creación del centro.

"Escapan de sus países a causa de su identidad u orientación sexual pero tienen que continuar en el armario mientras huyen", explica. "Queremos darles un hogar seguro: conectarlos, construir un espacio social".

Por ahora, esos hogares seguros son como setas que nacen entre el caos. Los alquileres se pagan con campañas de crowdfunding, donaciones o iniciativas particulares, siempre precariamente y al margen de lo oficial. Natasha no está siempre sola: durante un tiempo convivió con David (nombre ficticio), un sirio de 17 años que se fugó de su casa tras recibir la enésima paliza por parte de su familia. No aceptaban su homosexualidad y lo consideraban demasiado femenino.

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Cuando David intentó salir de Grecia con un pasaporte falso, la policía griega le encerró en una prisión estatal. Alegaban que los centros para menores estaban saturados. Este tipo de irregularidades son tan constantes que ni siquiera sorprenden a las activistas que llevan más tiempo allí.

A la espera de una deliberación, el arresto domiciliario particular de Natasha discurre entre videoclips pakistaníes, llamadas telefónicas y muchas horas muertas. Algunos eventos rompen la rutina: a principios de octubre retomó el tratamiento hormonal que había interrumpido durante su huida. También empezó a recibir clases particulares de inglés.

Pone todas sus esperanzas en el futuro. Pero, pese al trato recibido, habla con devoción de su país y su religión. Salta alegremente del cotilleo coqueto a la devoción sincera. En un espacio muy reducido de tiempo, me enseñó a bailar sensualmente y a recitar el salat, la oración islámica.

"¿Esto no es haram (prohibido en el Islam)?", le pregunté señalando su minifalda. Lo negó, convencida, y se señaló la frente como si estuviera explicando algo obvio. Venía a decir: "Mi relación con Dios está aquí dentro".

La tarde del once de octubre le pregunté cómo había ido la deliberación del Ministerio de Exteriores. Me mandó una nota de voz lánguida: "Government no good". Otra vez no había cambiado nada. Básicamente, se había pospuesto indefinidamente la decisión sobre su traslado.

Su espera se alarga, también, indefinidamente.


Nota de la editora: En diciembre de 2016, el periodista Hibai Arbide informó a través de Píkara de que Natasha había sido detenida junto a otras refugiadas y dos activistas del País Vasco en Grecia cuando intentaban coger un ferry dirección a Italia. Natasha fue puesta en libertad posteriormente. El mismo Hibai nos confirma que "Natasha sigue en Grecia y vive en Salónica. Sigue contando con el apoyo de la pequeña red de activistas feministas que la están cuidando, de la que forma parte Andrea, como contáis en el reportaje."