Salí con un pedófilo
Illustration by Grace Wilson

FYI.

This story is over 5 years old.

Identidad

Salí con un pedófilo

No hay forma de cambiar lo que pasó. Es imposible borrar que abusara de mí.

Mi amiga y yo tenemos 15 años. Vamos un poco pedo porque hemos bebido alcohol y nos hemos fumado unos porros y estamos sentadas espalda contra espalda en un banco de un parque poco iluminado. Le he presentado a mi novio hace poco y espero pacientemente su opinión.

"Hombre, no es Brad Pitt, pero no está mal", dice finalmente. Y sé que está siendo generosa.

Mi novio es un hombre escuálido, tiene la nariz torcida y lleva coleta. Mi novio tiene 29 años.

Publicidad

Le conocí online el día que me armé de valor y subí mi primera foto —tomada ligeramente desde arriba para parecer más delgada de lo que soy en realidad— a un nuevo foro de internet. En seguida recibí un mensaje que decía que me parecía a la sexy hija bastarda de Robert Plant y empecé a notar mariposas en el estómago. Una semana más tarde, después de horas y horas de mensajes en MSN Messenger, nos conocimos en la vida real. Es más bajito de lo que yo pensaba y su pelo apesta a bodega húmeda, pero me hace un cumplido sobre mi peinado. Y sobre mis ojos. Y sobre mi culo. Nos enrollamos un rato y ya somos pareja.

Escribió una canción en la que mencionaba mi nombre y, aunque lo hizo rimar con Banana, me sentí como la puta Yoko Ono

Comparte conmigo canutos mal liados empapados en saliva y latas de cerveza barata. Está en una banda algo famosilla a nivel local. Escribió una canción en la que mencionaba mi nombre y, aunque lo hizo rimar con Banana, me sentí como la puta Yoko Ono.

Empiezo a contemplar la idea de perder mi virginidad con él, pero hay algo que me hace sentir rara así que no paro de encontrar excusas para no hacerlo. Cada vez que nos besamos tengo como una sensación… Esa sensación que de algún modo simboliza toda la rabia adolescente y la necesidad de castigar a mis padres. Me da la impresión de que hay algo que no está bien, pero no algo que no está bien en el buen sentido, no como fumarte un paquete de cigarrillos detrás del colegio, sino que va más allá del aspecto guay de ser rebelde y roza lo amenazante.

Publicidad

"En realidad no me gustan las chicas de más de 19 años, pero no te preocupes que tenemos mucho tiempo", me suelta un día, cuando intento evitar que me toque. Entonces sé que me quiero largar.

Le hablo sobre él a mi amiga más antigua y le digo que me ayude a cortar con él porque yo no me veo capaz. Ella intenta evitar el golpe pero no lo consigue. Hago preparativos para encontrarme con él y enviarla a ella en mi lugar. Ella le dice que no me llame más y le amenaza con contárselo a mis padres. Él le dice que no se preocupe, que sus sentimientos hacia mí son "meramente paternales".

Cuando mi amiga y yo nos encontramos más tarde, me da un gran abrazo. Después él me envía un mensaje de texto llamándome zorra sin clase por haberle tratado así.

Yo le respondo: "Gracias, papá".

La única vez que le vuelvo a ver es unos años más tarde, cuando me lo encuentro casualmente por la calle. Me esquiva la mirada mientras sostiene la mano de una chica que tiene aspecto de tener mi edad, como mucho.

Teniendo en cuenta que provengo de un lugar donde los hombres adultos recogen a las chicas en el colegio para acabar al final convirtiéndolas (de mutuo acuerdo) en sus esposas-trofeo, donde los raptos de chicas para convertirlas en esposas siguen estando vigentes y donde las himenoplastias son tremendamente comunes, mi historia no resulta tan chocante. No es como para aplaudirla, pero sucede en Georgia, lo cual supone un riesgo inherente a ser una chica adolescente. Y dado que la generación de mis padres sigue valorando la virginidad como el principal activo para convertir a las chicas en carne de matrimonio, yo estoy tan solo a medio camino de sentirme segura. Al menos no dejé que me follara, ¿no?

Publicidad

Foto por Alexey Kuzma vía Stocksy

Después de transcurridos diez años, todavía no he dejado del todo de sentirme responsable por lo que sucedió. Mirando atrás sigo sin saber por qué decidí estar con él, pero la decisión fue sin lugar a dudas mía. Él no me obligó a hacer nada, todo lo que hizo fue decirme que era guapa cuando yo no me sentía así y mostrar su desdén hacia las "zorras mojigatas", animándome a demostrarle que yo no era una de ellas. Fue mi elección enrollarme con él y decirle por mensaje de texto de qué color era mi ropa interior desde el colegio y decirle si me había masturbado aquel día. Podría haberle dicho que no. Podría haber cortado todo aquello de raíz. Fue mi rebelión. Fue mi responsabilidad.

Hay algunos lugares en mi ciudad —deprimentes zonas medio ajardinadas que huelen a pis— donde me besó y me tocó y me pidió que me escapara con él y cuando paso en coche por esos sitios todavía me recorre un escalofrío, muchas veces sin recordar conscientemente por qué. En esas ocasiones en las que sí me acuerdo, la reminiscencia de su fría y sudorosa mano deslizándose bajo mi falda me sumerge en un pozo de ansiedad. Cuando sucede, me digo a mí misma que lo que importa es que no le dejé tener sexo conmigo y que consiguiera lo que más ansiaba: mi inocencia. No paro de repetirme a mí misma que yo gané.

Un día, mi novio menciona que hay un jugador de fútbol al que han condenado a seis años de cárcel por acostarse con una adolescente. Yo no tengo ni idea de quién es y busco en Google "Futbolista inglés sexo adolescente" para encontrar su nombre. Cuando leo la historia, sentimientos que llevan una década en mi interior caen sobre mí como una losa. Entre todas las historias acerca de hombres famosos que cometen crímenes sexuales, esta me resulta demasiado familiar. La historia se parece demasiado a la mía: los mensajes de texto, la diferencia de edad y la fama (una patética imitación, en mi caso) son algunos de los factores determinantes a la hora de hacer que mi estómago se vuelva del revés. Rompo mi promesa de no llorar en el trabajo. Me fumo un cigarrillo para recobrar la compostura.

Publicidad

Lo que más duele no es la similitud, sino las diferencias. A diferencia del futbolista del Sunderland Adam Johnson, mi agresor jamás ha recibido su castigo. Nunca ha sufrido escarnio por parte de sus colegas. Nadie tuvo que soportar tener que quitarse un tatuaje por lo que me hizo. Nunca ha salido en las noticias ni ha sido llevado ante un tribunal. Él continúa siendo un tipo del montón, que ocasionalmente ayuda a alguna anciana a cruzar la calle y ocasionalmente también convence a alguna adolescente para que tenga sexo con él.

Y mi historia no es para nada especial. Él no es el primero ni será el último hombre adulto que salga indemne después de "salir" con una niña. Solo es uno más de los muchos pedófilos de pacotilla que viven entre nosotros y que mantienen un perfil bajo a menos que uno de ellos sea excesivamente descuidado o especialmente famoso. Él y la gente como él continúan abusando tranquilamente de chicas jóvenes día sí día también, conforme la sociedad continúa diciéndonos a las más valientes que deberíamos haber dicho que no con más contundencia, que parecíamos más mayores, que en cierto modo nos gustaba… como si eso de algún modo anulara todo lo demás.

No hay forma de cambiar lo que pasó. Es imposible borrar que abusara de mí

No tengo muy claro quién es el principal objetivo de esta insoportable ira que albergo dentro de mí; quizá sea yo misma por no haber hecho nada al respecto en su momento, o mis amigas por no haberme avisado, o sus amigos, que todo el tiempo lo supieron y siguen sabiéndolo, o él personalmente por ser una puta basura. También es posible, por mucho que me duela admitirlo, que sea la víctima de Adam Johnson: la chica que fue suficientemente valiente como para exigir la justicia que yo nunca tendré.

La presencia de aquel hombre es como un grano gigante que no debería tocar, pero del que apenas puedo apartar mis manos. Tenemos decenas de amigos comunes en Facebook. Mi corazón late desaforado cuando hago clic en su perfil y me siento ligeramente aliviada al ver que sus posts son sobre todo patéticas actualizaciones de estado que hace cuando está borracho. Tiene exactamente el mismo aspecto, excepto por su calvicie, que al menos ha doblado su tamaño.

No hay forma de cambiar lo que pasó. Es imposible borrar que abusara de mí, pero finalmente empiezo a ver las cosas como han sido todo el tiempo. Durante los últimos diez años, a través de toda la culpa y la estresante vergüenza, sentía como si él tuviera algún poder sobre mí, algo que me obligaba a callar. Sentía como si hubiera un pacto invisible y tácito de silencio entre nosotros (él no lo contaría si yo tampoco lo contaba), como un último y enfermizo poder que influía sobre mí.

El caso de Johnson no es solo una excusa para que yo pueda rememorar aquella asquerosa cosa que compartimos, sino que el ver a otra persona en mi lugar me ha ayudado a ver las cosas desde un nuevo prisma, libre de subjetividades. Es posible que nunca se haga justicia en mi caso, pero al menos ahora sé que no hay otra forma de ver lo que pasó. No debo compartir la culpa, no existía ningún profundo y oscuro secreto entre ambas partes. Lo que hubo fue un crimen con una clara víctima. Un depredador y una presa. Y yo ya nunca volveré a serlo.