Fuera de la cárcel pero sin estar en casa
Ilustraciones por Stavros Pavlides.

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Profundidades

Fuera de la cárcel pero sin estar en casa

El nuevo énfasis en diferentes alternativas a la cárcel, como los centros de reinserción social, se ha convertido en una mina de oro para las compañías privadas. Esta es la historia de un hombre en una de estas moradas, a mitad de ningún lado.

Después de años de sentencias relacionadas con drogas y otras leyes muy severas, Estados Unidos encarcela ahora a más gente per cápita que cualquier otro país, excepto, tal vez, Corea del Norte (donde las estadísticas son imprecisas). Esas políticas estadunidenses para emitir sentencias están empezando a cambiar. Sin embargo, el nuevo énfasis en diferentes alternativas a la cárcel, como estancias en otros centros de reinserción social, se ha convertido en una mina de oro para las compañías privadas y para grupos altruistas que dirigen centros de reintegración o "casas a medio camino", las cuales ayudan a reinsertar reclusos que acaban de salir de prisión de vuelta a sus comunidades. Esta es la historia de un hombre en una de estas moradas, a mitad de ningún lado.

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Salgo de las puertas de la prisión a las diez de la mañana. Por primera vez me paro en "la plata". Mi mamá y mi hermana corren hacia mí radiantes y con lágrimas en los ojos. Nos abrazamos y besamos mientras mi padre nos toma fotos con una cámara digital. No más puertas de acero ruidosas, no más guardias gritando órdenes a través de altavoces. Una enorme bandera estadunidense ondea sobre nosotros; hojas de color herrumbre flotan en el viento frío del otoño… esa palabra de origen etrusco y cuya forma en latín autumnus, significa el paso de la estación. Seis años en una caja con sólo un diccionario como amigo: ahora mi mente trabaja diferente.

Es difícil recordarme a mí mismo antes de todo esto, como un estudiante de universidad de 19 años que pensaba que era una gran idea juntarse con otros chicos para robar de la biblioteca universitaria una primera edición de El origen de las especies, de Charles Darwin, y otros libros raros y manuscritos. En la cárcel comienzas a olvidar después de un rato por qué estás allí. Quién eras, qué querías el castigo constante y cotidiano lo va borrando. Durante años todo lo que pude ver del "mundo real", como le llaman los reclusos, era una pequeña franja de pavimento justo detrás del alambre de púas. En ésta podía ver que visitantes entraban y salían. Le llamé "la plata".

Antes de llegar al carro, una custodia de la cárcel nos persigue y exige ver la cámara de mi padre. Los visitantes de la Institución Correccional Federal de Ashland, una prisión de baja seguridad en el noreste de Kentucky, no tienen permitido tomar fotos mientras están en propiedad de la prisión. "Asunto de seguridad", explica mientras borra las fotos de mi pálida y demacrada cara.

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En cuanto el auto comienza a moverse me dan náuseas. No puedo recordar la última vez que fui transportado por otra cosa que no fueran mis pies. Mi mamá me pasa una bolsa café de compras que apesta a tocino y a salchicha. Por el tamaño que tiene, seguro trajo todo el menú de un restaurante local. Cuando me preguntó, hace un año, qué quería para mi primera comida después de salir, yo sólo le dije "desayuno". Aquel día me emocionó pensar en eso, pero ahora mismo no puedo echarme ni un bocado a la boca. Bajo el vidrio de la ventana, cierro los ojos y respiro profundamente. Mi papá se voltea y me pregunta qué se siente ser libre. Yo sólo puedo pensar en vomitar.

Nos detenemos en la carretera en una zona para descansar y yo corro hacia el baño de hombres. En lugar de hacer el esfuerzo por vomitar, me congelo frente al espejo. Es la primera vez que me veo después de haber salido de la cárcel. Mi ropa no se ve bien; algo falta. Se escucha que tiran de la cadena de los inodoros, las puertas se abren y se cierran. Me siento paralizado, como una piedra en el fondo del río. Hombres entran y salen, viéndome raro. Un freak, del inglés medieval freke, que significa "criatura llamativa".

Normalmente mi papá maneja lento, pero hoy va volado. El viaje de la prisión federal en el este de Kentucky hasta mi nueva casa de medio camino en Louisville debería tomar unas buenas tres horas, y la Oficina de Prisiones me ha dado exactamente tres horas y 15 minutos. Si llego un solo minuto más tarde puedo ser declarado fugitivo y el Servicio de Alguaciles Federales se encargará de mi regreso. Algunos reclusos evitan las calles tomando el autobús Greyhound, o al menos dicen que eso harán. La Oficina de Prisiones te da más tiempo si vas en el autobús, así que si logras arreglar que alguien pase secretamente a la estación por ti, puedes terminar teniendo dos o tres días de libertad si te vas a otro estado. Cuando les pregunté a otros compañeros reclusos qué harían con ese tiempo extra, la respuesta era usualmente la misma: "Cerveza, pizza y chicas", aunque no necesariamente en ese orden.

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***

Llego a la Casa Dismas en el viejo Louisville, sólo dos minutos antes del plazo. El edificio está restaurado; es una iglesia neogótica con torres de ladrillo rojo y ventanas de tipo lanceta. Todas las puertas están cerradas con llave pero, después de un par de minutos haciendo señales con los brazos frente a una cámara de seguridad, me dejan pasar. Un hombre afroamericano delgado y de mediana edad, que viste una camisa y pantalones de vestir, se encuentra sentado detrás de una ventana de Plexiglas en la recepción. Me pregunta qué es lo que quiero y le digo que me estoy reportando de la prisión federal por libertad supervisada. No, no voy a entrar, me informa; no había llegadas programadas. Después de explicarle varias veces, de muchos clicks de su mouse y de una llamada a alguien, finalmente acepta ingresarme.

Empujo la puerta, queriendo despedirme de mi familia en la acera, pero ésta se encuentra cerrada por dentro. El proceso de admisión ya ha comenzado, dice el recepcionista, así que no puedo ir a ningún lado sin permiso formal. Él pasa un detector de metales alrededor de mi entrepierna mientras me explica mi situación y rápidamente me pasa a la prueba de alcoholemia. Después me escoltan a un cuarto en el sótano para orinar en un vaso de plástico a la vista del recepcionista. Mientras espero los resultados de la prueba de drogas, otro empleado, llamado "monitor residente", hurga en mi maleta de lona buscando objetos de contrabando.

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Los monitores son como los celadores de la casa de medio camino. Ellos mantienen a los residentes a raya y dirigen el manejo cotidiano del recinto. Uno de ellos, un hombre abotargado con forma de pera como de mi edad, en sus veintes, me lleva a hacer un recorrido. Él comienza a sudar con sólo llevarme alrededor de la casa, la cual consta de una cafetería, un pequeño gimnasio, cuarto de televisión para hombres y otro para mujeres, separados, y filas de teléfonos de monedas. Otros residentes me evalúan mientras voy pasando. Los líderes son fáciles de identificar, especialmente en un ambiente en el que los hombres pueden fanfarronear frente a las mujeres. Haya mujeres o no, se siente como mi primer día en la cárcel.

Paso el resto del día llenando formas y viendo videos acerca de Dismas Charities, el grupo altruista que dirige la casa llamada así por San Dimas, el ladrón arrepentido que fue crucificado al lado de Jesús. El grupo opera treinta centros residenciales de reintegración en 13 diferentes estados. Un video me asegura que Dismas promueve la rehabilitación por medio de "prácticas basadas en evidencia", las cuales empoderan "la educación, el empleo y el apoyo" de los infractores. Su lema es "Sanación del espíritu humano".

Los días pasan. Me quedo sentado esperando que me pidan hacer algo, pero sólo me dicen que siga esperando. Tengo permitido tomar aire fresco sólo en ciertos momentos del día en una pequeña y cercada área adyacente a la casa. Puedo ver, escuchar e incluso oler la ciudad —está tan cerca— pero no puedo tocarla. La mayoría de los días termino fumando tabaco y viendo repeticiones de How I Met Your Mother con mis compañeros de cuarto, un par de dealers que acaban de salir de la prisión estatal.

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Intento leer Todo está iluminado de Jonathan Safran Foer, pero no me puedo concentrar. Mi mente se acelera; no consigo quedarme quieto. Sólo puedo pensar en salir de aquí. La añoranza era mucho más fácil de suprimir en prisión, donde el exterior está mucho más lejos. Allí, todo se desvanecía: amigos, familia, amor. Recuerdo una mañana en la que desperté sintiendo que había perdido mis sueños. Mi imaginación ya no podía acceder a mi pasado y sólo podía trabajar con imágenes de mi borrosa y limitada vida en la cárcel. Me prometí a mí mismo que cuando saliera valoraría la libertad (realmente valorarla). Pero en la casa de medio camino, atrapado a la mitad, aún sueño con la prisión. Limbo, del latín limbus, significa la región que bordea el Infierno.

***

Algunos de mis compañeros matan el tiempo con drogas. Hay muchas de donde escoger. K2, también conocida como Spice, es popular porque está disponible en tiendas y supuestamente no es detectada en exámenes toxicológicos sorpresa. Una noche uno de mis compañeros de cuarto me pregunta si quiero probar un poquito. Es como mariguana sintética, dice, puros ingredientes naturales. Ya que estoy aburrido y me da curiosidad, decido darle una oportunidad y me fumo yo solo el churro entero en el baño. Cuando regreso, veo pánico en sus ojos. Dice que sólo debía darle un par de caladas.

Durante las siguientes diez horas alucino horriblemente. Voces amortiguadas resuenan en los altavoces, sonando cada vez más como si alguien gritara mi nombre. Pregunto a otros residentes si escucharon que decían mi nombre, pero nadie más puede descifrar los anuncios. El resto de la noche me escondo en mi cuarto apuntando frenéticamente mis pensamientos en un cuaderno para poder calmarme a mí mismo.

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Despierto de un sueño sobre la cárcel; el malestar, el estrépito. A mi lado, en la cama, está un pedazo de hoja de cuaderno con mi letra. Dice: "No dejes que la oscuridad te coma", lo cual creo que escuché en una canción de la radio. Hay hombres afuera de mi puerta gritando tonterías. Algunas mañanas salto de la cama desorientado y con el corazón acelerado, pensando que me perdí el recuento de prisioneros. He estado en el hoyo antes y no quiero volver allí. Pero luego volteo a ver a mis compañeros de cuarto acostados en sus camas, viéndome fijamente como si fuera un chiflado.

Después del desayuno estándar de huevos chiclosos y arenosos me dirijo al baño de hombres con una botella de desinfectante en aspersor, guantes de hule, cepillos para fregar y un trapeador con su cubeta. La casa no "abre" hasta que todos los residentes hayan completado sus tareas diarias. A los nuevos les toca limpiar el baño, igual que en la prisión. Empiezo con los inodoros, ya que los demás se la viven entrando al baño —nunca falla— y luego me paso a las regaderas. Todos se apresuran a hacer sus tareas lo más rápido posible, pero yo me tomo mi tiempo. Me doy cuenta de que también tengo que ir al baño, así que más vale que esté limpio.

Pasa más de una semana para que finalmente conozca a mi consejera. Ella me da permiso de dejar la casa cada mañana entre semana con el único propósito de encontrar trabajo. Tengo que hacer una lista de cinco empleadores potenciales que visitaré, la cual debe ser aprobada un día antes de que salga. Los residentes recorren el directorio telefónico buscando cualquier negocio que suene aceptable, pero el truco es encontrar lugares cercanos entre sí porque sólo nos dan cuatro horas y tenemos que usar transporte público para movernos. Dismas requiere que informe a cualquier empleador potencial de mi récord criminal y el gerente de cada lugar que visito debe firmar un detallado documento que pruebe que realmente llené una solicitud de empleo. Si no regreso cada día a la casa con al menos cinco firmas de gerentes, entonces estoy violando los términos de la casa de medio camino.

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Muchos residentes tienen tanto miedo de regresar sin sus firmas que recurren a la falsificación. No obstante, los consejeros verifican si los residentes realmente fueron; es frecuente que los cachen y les impongan sanciones. Una vez que asegure un empleo, la casa tomará el 25 por ciento de mis ganancias. Se le llama "pagar por tu cama". La Oficina de Prisión me obligó a quedarme seis meses en el centro de reintegración. Si cumplo con todos los requisitos, el gerente de la comunidad correccional —el director de la casa de medio camino— puede concederme libertad prematura y confinarme a un arresto domiciliario con la vigilancia de un oficial federal de libertad condicional. Pero aún así, yo preferiría tener que pagar por mi cama a lo largo de esos seis meses. Así que, en teoría, varios residentes podrían terminar pagándole a Dismas por la misma cama.

En la noche hago ejercicio en el pequeño gimnasio y busco empleos en internet. Las computadoras de la casa están controladas por un software que bloquea ciertas páginas y sólo permite el acceso a buscadores de trabajo. En una lista encuentro que Dismas busca un monitor residente de tiempo completo en mi casa de medio camino. "Disfruta realizando trabajo con sentido, que tenga un impacto positivo en tu comunidad", dice, "al asistir a individuos para que sanen y así puedan volver a ser ciudadanos productivos y responsables". De acuerdo con la descripción, el monitor asegura la responsabilidad de los residentes al hacer que se cumplan todas las reglas, obligaciones y restricciones. Pagan nueve dólares (unos 130 pesos) por hora. No solicitan experiencia previa y únicamente se requiere un certificado de prepa o un diploma que demuestre que se tienen los conocimientos a nivel bachillerato.

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Me es bastante claro que los monitores necesitan más entrenamiento del que tienen para poder lidiar con la clase de personas que llegan aquí. Hace unos momentos, un residente recién salido de la prisión federal apuñaló a una mujer con un picahielo en el baño de Dismas. Aún para aquellos que están más estables, son tiempos precarios. No obstante, casi diario escucho a monitores amenazando con enviar a los residentes de vuelta a la cárcel si no hacen lo que se les pide. Y muchos de ellos sí son enviados de vuelta.

***

Una noche explota una conmoción cerca de la entrada de la casa y todos se apresuran a ver qué está pasando. Uno de los residentes más antiguos, un hombre gigante con extremidades que parecen troncos y con bolsas oscuras bajo los ojos, está gritando: "¡Voy a quemar este lugar!" El hombre, quien es conocido por ser mentalmente inestable, lanza la carpeta con el registro de ingresos a la pared.

"¿Quieres ir de vuelta a prisión?", grita el monitor residente con forma de huevo desde detrás de la ventana de Plexiglas de la recepción. "¡Nadie de ustedes me conoce!", sigue el hombre.

"¡Nadie de ustedes sabe en dónde he estado!", da pisadas fuertes en el pasillo y patea las puertas.

El monitor activa el sistema de altavoces para ordenar que todos vuelvan a sus habitaciones.

Uno de mis compañeros de cuarto me dice que estaba cerca cuando el monitor acusó el residente de no dar su pago semanal del 25 por ciento. El hombre trabaja en Dizzy Whizz, una cadena de restaurantes de comida rápida a unas cuadras de la casa, y regresa cada noche con un uniforme lleno de manchas de grasa apestando a papas fritas. Él no habla mucho, sólo trabaja todo el día y visita a su familia los fines de semana. Él insistió en que había pagado su cuota, pero el monitor dijo que no lo había hecho y, por tanto, le revocaron sus privilegios de visita. Él tenía una visita agendada para la mañana siguiente.

El resto de la noche nos acostamos en nuestras camas y escuchamos al hombre en el área común gritar y golpear la pared con sus puños. El monitor, aún detrás de la ventana de acrílico de su oficina, habla con el hombre a través de las bocinas y le advierte que regrese a su cuarto.

Eventualmente llega la policía y la casa queda en silencio.

En la cárcel, los otros reclusos me habían dicho que la casa de medio camino es la peor parte. Yo lo encontraba difícil de creer, a pesar de que casi cada preso decía lo mismo. Quienes estaban a punto de salir de prisión a veces provocaban peleas y perdían esta "oportunidad" a propósito sólo para evitar la casa de medio camino. Algunos incluso se rehusaban a ir y preferían pasar sus últimos meses en el hoyo.

Ahora empiezo a entender.

Esta historia fue hecha en colaboración con The Marshall Project.