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Ilustración por @fridishart
Identidad

Recuerdo mi primer beso como una catarata de baba

Caí en todos los clichés adolescentes en búsqueda de un primer beso, es triste y lógico, como todas las primeras veces.

Se llamaba Matías, le decían Pepe, tenía los cachetes parecidos a los de un sapo, los ojos verdes como dos olivas y los labios partidos por el viento del sur. Pepe me persiguió desde quinto grado. Me buscaba en los recreos para jugar, inventaba canciones con mi nombre haciendo muecas con sus amigos y cada tanto se sentaba en el banco de al lado con un puñado de caramelos que abríamos con cuidado para no hacer ruido en la clase.

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La primera vez que sentí que me gustaba ya estábamos a punto de terminar la primaria, teníamos 13 años. Lo vi tirado bajo un árbol escuchando música a todo volumen. Tenía un discman enorme que agitaba con una mano en la misma dirección que movía la cabeza con los ojos cerrados. Me acerqué y le pregunté qué estaba escuchando. Me respondió con una pregunta: “¿Te gusta el metal?”. Le dije que no, que prefería el rock. Con una sonrisa me dijo: “Que lástima Paloma, las baladas metaleras son las mejores”.

Para ese momento la mayoría de mis amigas ya se había dado su primer beso. Un beso de minutos, con lengua, que seguramente había sucedido bailando un lento en alguna fiesta escolar. Yo deambulaba en una nube de incertidumbre, me ganaba la posibilidad de divertirme mientras observaba cómo lo hacían los demás, prefería imaginar la secuencia en un plano más íntimo y aislado de un salón de baile; y, por supuesto, ni Pepe ni yo dábamos el primer paso. Tampoco estaba del todo segura si yo le gustaba, pero internamente ya era tarde para sentarme a especular. Pepe y yo pasabamos tiempo juntos y prefería asumir que existía un amor evidente que toda la clase percibía.

Hasta que llegó diciembre y me desesperé. Tenía una misión que cumplir y estaba determinada: no me podía permitir empezar la secundaria sin ni siquiera haber besado a alguien. Salí de mi casa con cinco pesos en un bolsillo y caminé hasta un local de música en el centro de la ciudad. Mi excusa sería darle un regalo a solas el último día de clases. Estuve varios minutos mirando y tocando todo lo que tenía la tienda hasta que lo encontré: el último disco de Sepultura. Lo pagué y pedí que me lo envuelvan. “Es para regalar”, dije en voz alta mientras sentía como un calor inmenso me subía hasta el cerebro. Desde chica me pongo colorada casi por cualquier cosa, nunca pude controlarlo, aunque no sea tímida sé que soy vergonzosa. 

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Usar la lengua es un arte

Pepe era callejero. Supuse que sus padres lo dejarían deambular un poco por el barrio después de las seis de la tarde. Así que al otro día le propuse dar una vuelta a la manzana después de clases. Caminamos durante cinco minutos y cuando llegamos a la esquina saqué el disco de la mochila. Estiré el paquete envuelto con una mano, cerré los ojos y me quedé inmóvil. Pepe puso sus manos en mi cintura y sentí que me daba un beso. Húmedo, con lengua, rápido y algo brusco. Su cabeza se movía de un lado a otro, como cuando escuchaba música en los recreos y le hubiera dado play a esta canción. 

Mientras los segundos se estiraban como un chicle comencé a buscar imágenes de los besos de las telenovelas que tenía como referencia en mi cabeza, pero no hubo caso. Sus babas habían arruinado la ilusión de un momento que había planificado hasta el más mínimo detalle, y con ellas se fueron el amor que le tenía.

Lo empujé levemente y me pasé la manga del buzo por encima de la boca. Me había parecido asqueroso. Había irritado mi tarde y mis labios. Rápidamente me miró y sonrió buscando un gesto de aprobación de mi parte. Pepe ya había besado a otras chicas. Pensé en que conmigo habría llenado de baba al barrio entero. Le sonreí confundida y cruce de calle.

Esa tarde regresé a casa con la idea de seguir buscando más besos, otros y no darme por vencida, solo debía practicar. Por momentos me sentaba sobre mi cama, acercaba el antebrazo a mi boca y escuchaba los sonidos más o menos suaves que originariamente me había imaginado como ideales. 

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Al poco tiempo besé a otra persona y la sensación de viscosidad se me borró por completo. Luego besé a otra y fui yo la que se animó a darlo. Con el correr de los besos aparecieron la sensualidad y la estimulación de acrecentar el contacto físico. 

Sin embargo, con los años también entendí que los nervios del momento previo se me notarían hasta el día hoy y que la tensión sobre quién da ese primer paso no supera la satisfacción de cuando se concreta. De cuando estamos ya rozando a la otra persona.

A Pepe lo volví a ver seis años más tarde. Me lo crucé por casualidad en un kiosco cerca de mi casa. Nos saludamos como dos cómplices y hablamos de esa esquina, de las risas y del disco de Sepultura. Dibujamos el recuerdo de un beso que parecía fácil y resultó fallido, cómo más tarde también sucedió con alguna otra persona, después de una primera vez.