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Compré un esclavo chaparrito para que me lamiera las botas

"El último esclavo a subastar es un tipo bastante feo, calvo, pequeñito. Dice estar dispuesto a lamer las botas de un ama. Nadie puja por él. Creo que eso debe ser mucho más humillante aún que chupar las botas".

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No hay carteles en la calle, ni letreros de neón. Solamente una puerta cerrada, con un pequeño botón en la pared. Sobre él, un rótulo minúsculo: "Bar bar". Llamamos. El portero sale. Reconoce a nuestro guía. Nos examina a todas las demás. A él lo conoce, a nosotras no. Somos tres chicas.

En principio, no admiten a no socios, pero parece que le gustamos. Hace una señal con la cabeza y nos deja pasar.

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Antes de entrar debemos comprar dinero para la subasta. Nos lo vende una chica sentada tras una mesa. Lleva look de pin up de los años 50. Melena à la Betty Page teñida de negro, camisa negra ajustada, labios rojos impecablemente perfilados. No nos sonríe en ningún momento.

Comprar dinero significa cambiar euros por unas fichas que parecen de póquer. La mínima, creo recordar, era de 20 euros [alrededor de 400 pesos]. Yo no pagué nada. Nuestro guía lo pagó todo. Gastó una cantidad bastante respetable. Nos dio a cada una cuatro fichas y nos sentamos alrededor de una mesa.


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Miro a mi alrededor. Lo primero que me llama la atención es un grupo de hombres con una rubia alta, escultural, despampanante. La supongo rusa, por los rasgos eslavos. Y modelo, por la altura y el tipo de cuerpo. El hombre que está a su lado y que de vez en cuando la toca el muslo sin excesivo disimulo es idéntico a Rastapopoulos, el millonario mafioso, archienemigo de Tintín.

Como el personaje del cómic, también fuma un puro. Sí, en el Bar Bar se puede fumar. A fin de cuentas, es un club privado. Hay otros tres hombres, todos c alvos y con barrigas prominentes. Sospecho que la rubia los acompaña a cambio de dinero.

El último esclavo es un tipo bastante feo, calvo, pequeñito. Nadie puja por él. En un arranque de locura, lo compro por ochenta euros. Se le ilumina la cara como a un niño frente al escaparate de una pastelería

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Debe haber unas diez mesas, como mucho. No somos más de sesenta personas. Hay muchos más hombres que mujeres. Nuestra mesa es la única en la que la proporción se invierte. Pero no estamos vestidas como las demás. Nosotras llevamos ropa de lo más normal; jeans, camisetas, botas. Nada ajustado, nada de cuero, ningún escote llamativo. Desde luego, nada de collares de perro, ni de corsés, ni de tacones de aguja. Nos miran mucho. Supongo que porque somos mujeres y porque somos distintas.

Un hombre sube al escenario. Lleva unos pantalones de cuero, el torso desnudo y, sobre él, un arnés de sujeción, de cuero con hebillas plateadas. Parece recién salido de un cómic de Ralph König.

Sonríe, nos saluda a todos, luego se dirige a algunos de los presentes por su nombre. Parece que todos aquí son viejos conocidos. Una chica vestida de mucama francesa, encaramada a unos tacones de infarto, se acerca a nuestra mesa a preguntarnos qué deseamos beber. Pedimos cuatro gin tonics. Mientras ella desaparece hacia la barra, yo me pregunto cómo es posible que pueda caminar sobre esas zapatillas sin matarse.

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Desde el escenario, el maestro de ceremonias comienza con su discurso. Nos recuerda que está prohibidísimo tomar fotos, y que si alguna persona es sorprendida haciéndolo, se le incautará el celular o la cámara y se le expulsará inmediatamente del local. Ya lo sabía. La chica que nos vendió las fichas de póquer insistió mucho en ello.

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Después baja del escenario, micro en mano, y se encamina a nuestra mesa. Explica que Olivier ha traído a un grupo de amigas que nunca han estado ahí y que por esa razón va a explicar el protocolo de la noche. Siento cómo todas las miradas se abaten sobre nosotras. Desconcertadas, desconfiadas incluso. Desentonamos como tres payasas en una recepción de gala.


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El protocolo es el siguiente: El anfitrión tiene una lista en la que se han inscrito, al llegar, las personas que desean ser subastadas. Cuando el anfitrión lea el nombre de cada una, esa persona debe levantarse, ir al escenario y explicar claramente qué puede ofrecer. Acto seguido comenzará la puja. El anfitrión regresa al escenario y lee el primer nombre: Mimí. "Qué cursilería de sobrenombre se puso ésta", pienso.

Mimí responde al nombre que ha elegido. Es pequeñita y guapa. Lleva una caricatura de uniforme de colegiala. Minifalda plisada escocesa, camisa ceñida, zapatos de tacón, dos colas, medias y liguero. Dice que ha sido mala y que necesita unos azotes. Comienza la puja. Cada mesa ofrece un precio. Cuarenta, sesenta, ochenta. La mesa de la rusa hace saltar la banca: doscientos. Ganaron a Mimí.

Diez personas van desfilando por el escenario. Seis chicas, cuatro chicos. Cada uno tiene que subir y decir cuáles son sus límites. Quiero que me azoten con un látigo, que me cuelguen pesas en los pezones, que me amarren a una cruz…

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Hay un límite claro: nunca puede haber penetración. Tres de las chicas explican que ya tienen amo y que ha consentido en que sean subastadas. Ningún chico, al parecer, tiene ama. Se paga mucho más caro por las chicas. El grupo de la rusa se lleva a una más, a la más guapa. De nuevo, pagando un precio exorbitante.

El último esclavo a subastar es un tipo bastante feo, calvo, pequeñito. Dice estar dispuesto a lamer las botas de un ama. Nadie puja por él. Creo que eso debe ser mucho más humillante aún que chupar las botas.

Entonces caigo en cuenta de que cada uno de nosotros tiene una ficha de veinte euros que no ha usado. En un arranque de locura, lo compro por ochenta euros [alrededor de 1,600 pesos]. Se le ilumina la cara como a un niño frente al escaparate de una pastelería.

El anfitrión da por terminada la subasta y nos invita a descender a las mazmorras . No hay luz eléctrica, todo está alumbrado por velas. Hay un candelabro que parece salido de una película de los estudios Hammer. Pienso que les debe salir en un ojo de la cara, además de que es peligroso.

La famosa cruz está bien a la vista. Consiste en dos tablones de madera, encajados uno con otro por el centro, con anclajes y correas en los cuatro extremos, para poder atar a la esclava. Repujada en cuero y decorada con tachuelas, está clavada a la pared, en posición vertical, sobre un soporte, ligeramente inclinada hacia atrás.

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También hay potro de tortura, que no se diferencia mucho del potro que utilizábamos en la escuela para hacer gimnasia, excepto en que éste tiene correas y anclajes.

Mimí no lleva calzones. Sus nalgas están expuestas a la vista. La rubia azota a la falsa colegiala hasta que le quedan marcas en los cachetes y la obliga a darle las gracias. Cuando el castigo acaba, la multitud aplaude

La rusa (o mejor dicho, presunta rusa) ata a Mimí al potro, boca abajo, con mucha ceremonia. Mimí no lleva calzones. Sus nalgas quedan a la vista. No sé de dónde ha sacado la rubia una fusta, no recuerdo que la tuviera en el piso de arriba.

Supongo que se la proporcionaron en el local. Azota a la falsa colegiala hasta que le quedan marcas en cada uno de los cachetes. Obliga a Mimí a darle las gracias después de cada azote. Cuando el castigo acaba, toda la multitud que miraba aplaude. Cada vez tengo más claro que esa mujer es una profesional contratada por su grupo de calvos. Acto seguido, ella y su corte atan a otra esclava a La cruz de San Andrés. La turbamulta se congrega alrededor y nos impide ver.

En realidad, yo ya estoy un poco aburrida, así que nos vamos moviendo por la mazmorra a ver cómo castigan a los otros esclavos y esclavas subastadas. Yo me estoy mareando.

No me siento particularmente excitada y el aire está enrarecido, entre el humo de las velas y el exceso de gente. Mis amigas tampoco saltan de alegría. Hace rato que perdimos a Olivier.

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Nuestro esclavo nos sigue y se supone que tiene que chupar las botas de alguien. Yo no tengo el menor interés en que chupe las mías y mis amigas tampoco están interesadas. Le digo al esclavo que queda liberado. Se le desencaja la mandíbula de puro asombro. Es una de esas veces en las que entiendes perfectamente el significado de la expresión "boquiabierto".

Luego me dice que eso no se puede hacer, que estoy rompiendo el protocolo y que blablablá. Se pone a gritar. El anfitrión se acerca a nosotros, le explicamos lo que sucede. Masculla algo sobre Olivier que no entiendo bien. Supongo que debe ser algo así como que Olivier debería de dejar de traer a curiosas a las subastas.

Al final el anfitrión le ofrece a nuestro esclavo que chupe las botas de la chica que nos atendió en la entrada. Problema solucionado.

Las tres decidimos marcharnos a tomar una copa. No podemos llamar a Olvier ni enviarle un mensaje porque en la mazmorra no hay cobertura. Ya nos encontraremos más tarde.

Le Bar Bar está en París, no se nos permite revelar su ubicación y no se permite el acceso a no socios, pero siempre puedes intentar decir que vas de parte de Olivier.

*Si quieres leer más historias sobre sexo no convencional, lee mi libro Más peligroso es no amar. La excursión a Le Bar Bar formaba parte de la investigación para el libro, pero finalmente decidí no incluir esta historia.