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El Desplome

Como un gato azul sobre la espalda

Un gato encima de nuestros hombros, pesado, incapacitante... así se siente la tristeza.

Hay una serie de dibujitos animados que salió en Netflix hace algunos años, se llama Big Mouth y estrenó su cuarta temporada a mediados del 2020. La serie, creada por Andrew Goldberg y Nick Kroll (recomiendo buscar en Google quién es el segundo porque saben quién es, solo que no saben que saben), trata sobre la llegada a la pubertad de un puñado de chicos y chicas en un colegio yanki: sus conflictos familiares, sus vínculos, sus angustias y la compañía constante de unos monstruos que representan quizás al crecimiento, quizás a las hormonas nuevas, quizás a todas esas novedosas formas de sentir que tiene esa época. 

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No soy una asidua consumidora de dibujitos animados, aunque tengo que reconocer que dos de las series que más me han impactado en el último tiempo para hablar de la extensa paleta de emociones y conflictos están en ese formato: Big Mouth y BoJack HorseMan. No sé si funciona porque hay niveles de intensidad afectiva que es muy difícil pedirle actuar a personas, o porque hay una dimensión de nuestro imaginario sensible que es más abstracto de lo que podemos pensar. Quizás para hablar de intensidades, emociones y el intrincado mundo de cómo nos sentimos, la única posibilidad es a través de dibujitos. 

Desde el año pasado pienso continuamente en una imagen de la serie en la que una de las protagonistas, Jessi Glaser, se empieza a sentir inexplicablemente triste y apesadumbrada. Está en los complejos años de la adolescencia y todos los problemas son más grandes de lo que siente que puede abarcar, entonces un día se siente demasiado abatida para levantarse de la cama, para tener los ojos abiertos, para salir a caminar. Además de su monstrua hormonal, que trata de convencerla de que salga y sienta cosas intensas, pero cosas al fin, de repente aparece un nuevo personaje: una gata azul gigante, acolchada y suavecita, que tiene voz melosa y que le dice a Jessi al oído que es mejor volver a la cama, mientras se sienta cómodamente en su espalda. No sé cómo pasé de ser una persona que no veía dibujitos a explicarle a mi psicóloga, y después a mi psiquiatra, que esa imagen del gato azul enorme, de tamaño surreal, amable, con una voz dulce y cuyo peso sobre los hombros resulta incapacitante, es la única metáfora que tengo para describir cómo me siento. ¿Es tristeza? ¿Es culpa? ¿Es anhedonia? ¿Es angustia? ¿Es ansiedad? ¿Es desazón? ¿Es desesperanza? ¿Es abulia? ¿Es cansancio? Es un poco de todas: es un gato azul sobre la espalda.

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No se puede escapar al duelo

La respuesta es ágil y el diagnóstico no es ni raro, ni atípico, ni inusual para los tiempos que corren. Depresión, se dice, se llama, y en mucha gente se ve más o menos igual. Me pregunto si todas las generaciones tendrán su padecimiento insignia y si la salud mental, más que la pandemia, será el nuestro. O si quizás, todo aquello que no tenía nombre para bautizar los fantasmas que aquejaban las mentes de nuestros abuelos y abuelas, y ante los que tenían que pretender dureza, eran los mismos que ahora bautizamos como trastornos de la salud mental. Recuerdo que en mi familia se hablaba de un tío lejano que se encerraba largo tiempo “a hacer silencio y hablar poco” en un cuarto, y no sé cuán identificado o apaciguado se habría sentido él con la imagen de la serie esa, y con la cantidad de múltiples testimonios sobre depresión y ansiedad en boca de figuras públicas que cada vez pululan más en los medios de comunicación. Se supone que ya no debemos avergonzarnos por lo que pasa con nuestras mentes, y que ya no tiene nada que ver con el estigma de “la locura” que seguramente angustió a las generaciones pasadas. Ahora está bien estar mal, y demás expresiones que no solo naturalizan, sino que legitiman y normalizan los vaivenes de la salud mental en los tiempos que corren. 

Hace apenas más de una semana, todo el mundo fue testigo de una de las más impactantes declaraciones sobre este tema. La súper gimnasta y medallista olímpica, Simone Biles, decidió, en medio de los Juegos Olímpicos (que es, sin duda, la quincena más importante de su vida cada cuatro años), que no iba a participar en varias de las competencias por su salud mental. La declaración dio lugar a un aluvión de voces de apoyo y a una conversación necesaria sobre el estado emocional de los y las deportistas de alto rendimiento. El argumento de Biles, que era más que lógico, pero que fue muy gráficamente demostrado para toda la población, es que si ella no está bien de la cabeza se puede lastimar muy gravemente el cuerpo. La mismísima Simone Bilies compartió un video que ilustraba su punto, en él, ella hacía un giro que en condiciones normales le resultaría sencillo, pero en este estado de turbación, de ansiedad y tristeza le resulta más complejo; entonces termina la pirueta de espaldas en el suelo. En las imágenes que compartió ella aclara que, de no haber estado la colchoneta que la recibió, el error de cálculo habría sido grave para su integridad física. En menos de 30 segundos Simone Biles acaba de unir a la cabeza con el tronco, a lo ininteligible con lo material, a lo sensible con lo racional. 

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Me pregunto todo lo que habrá pensado para tomar esa decisión de faltar a la cita más importante de su año. Es cierto que además de la presión, debe existir alguna libertad en ser la indiscutida mejor del mundo. Supongo que, aunque todos leímos el gesto como valiente, osado y como una especie de lección para recordar que la salud es integral y que “nada es tan importante” como para que no se pueda parar, la realidad es que la mayoría no somos ni tan buenos, ni tan brillantes, ni tan ricos, ni tan destacados para darnos el lujo de detener la máquina cruel que nos mantiene dentro del sistema que finalmente nos da de comer. 

También me pregunto cuánta de la presión que la afectó en todas las dimensiones de su vida tiene que ver con la cruda competencia a la que somete su existencia. Ya por el 2017 la OMS calculó que los casos de depresión habían aumentado en un 20% en la última década y que la depresión era la principal causa de incapacidad en el mundo. Algo debe haber de poder nombrar esas angustias silenciosas y así hacer estadística, pero es inevitable pensar que una cotidianidad que nos expone más a las experiencias ajenas y limita nuestros contactos, identidades y triunfos a facetas unidimensionales, no conduce más rápidamente a la frustración y a la ansiedad. 

Esa existencia de éxito personal, meritócrata e individualista, también tiene relación con la precarización laboral y de las formas de trabajo de toda una generación, así como la falta de acceso a vivienda y condiciones mucho más “estables” de vida. Es imposible, o al menos ingenuo, escindir esas condiciones económicas y materiales de lo que nos garantiza futuro de cómo nos sentimos en el presente. Además, en la variable cuerpo y mente también hay una fundamental, que es el bolsillo y la idea de descanso y porvenir que para la gente más joven parece imposible de visualizar. Hay un graffiti genial que dice “no estoy triste, solo soy de los noventas”, y creo que más que ser hijes del grunge y Shakira, estamos en este extraño espiral de competencia, precariedad, soledad y pobrezas. 

El expresidente de Argentina, Carlos Saúl Menem, dijo una vez hace muchos años: “para los niños pobres que tienen hambre, para los niños ricos que tienen tristeza”, pero cada vez somos todos y todas un poco más pobres y cada vez descubrimos que todos y todas estamos profundamente más tristes, con más o menos problemas sobre los hombros, con más o menos dificultad. Tenemos una pandemia encima, duelos, rupturas, incertidumbres, un mundo casi deshecho para habitar. ¿Cómo se verá, de aquí en adelante, la felicidad? Quizás seamos la generación que le puso nombre a ese gato azul sobre la espalda. 

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