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Cultură

Pasé una noche intentando ser un hombre objeto en el Barrio Rojo

Siendo un tipo normalito tenía que recurrir a un experimento extremo para valorar hasta qué punto el cuerpo masculino está experimentando un revival.

Este artículo se publicó originalmente en VICE Países Bajos

En un artículo reciente de nuestro vertical The Creators Project, la escritora Madeline Holden sugiere que hemos llegado al fin de la era en que los hombres tratan a las mujeres como objetos sexuales. Asimismo, señala que se está produciendo un repunte del cuerpo masculino; en vista de la gran popularidad de la pornografía orientada a la mujer y de películas como Magic Mike XXL, quizá tenga razón. Después de leer la entrevista, empecé a preguntarme qué se debe de sentir cuando tu cuerpo desnudo se convierte en un objeto sexual, así que me propuse averiguarlo.

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Siendo como soy un tipo de lo más normalito, sabía que tendría que recurrir a un experimento bastante extremo para valorar hasta qué punto, en efecto, el cuerpo masculino estaba experimentando un revival. Así que no valdría con un striptease rápido para mi novia. No, para llegar a saber lo que se siente, tendría que pasar una noche exhibiendo mis carnes a los viandantes. Y ¿qué mejor lugar para hacerlo que el que ha acabado por ser el escaparate del placer en Europa, el Barrio Rojo de Ámsterdam?

Llamé a la puerta de una de las trabajadoras del sexo para preguntarle si me alquilaría su cabina por 50 euros. Mi oferta no le impresionó lo más mínimo, así que necesitaba un plan B. Por suerte, tenía un amigo que vivía en el mismo centro del Barrio Rojo y que me ofreció encantado su ventana y una silla. Luego se fue al otro lado de la calle, se abrió una cerveza y se echó unas buenas risas a mi costa.

Necesitaba de algunos elementos de atrezo para dar a mi escaparate un aspecto más auténtico, por lo que me fui directo a la tienda de aspecto más dudoso que he visto en mi vida. Con manos sudorosas y lo que yo consideraba una excusa muy plausible, entre en el sex-shop.

«Quería un tanga negro, sencillo; sin colores estridentes ni estampados de leopardo».

No me sorprendió comprobar que tenían exactamente el tanga de mis sueños en existencias.

Una hora después, y después de las 20 flexiones de rigor para calmar los nervios, había llegado el temido momento: me bajé los pantalones. Con los testículos como dos pasas de Corinto, apreté los dientes, encendí las luces LED y mostré este cuerpo mío al mundo entero.

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Durante los primeros veinte minutos, lo único que quería era buscar una esquina en la que poder ponerme en posición fetal y llorar. La gente que pasaba empezó a hacerme fotos y a partirse de risa. Cuanto más nervioso me ponía, más bebía. Y me puse muy nervioso.

Tampoco sabía qué hacer con las manos. ¿Tenía que mantenerlas pegadas al cuerpo o debería ponerlas detrás de la cabeza, como los modelos de los anuncios de perfume? Opté por la postura de mayordomo de alto standing: manos detrás de la espalda. Al cabo de media hora, decidí cambiar de estrategia y adopté la ya célebre pose de celebración de Usain Bolt. Dado lo miserable de las circunstancias, mi pose festiva acabó resultando de lo más deprimente y forzada.

Decidí que lo que hacía falta era un poco de música para animar el asunto, así que eché mano de mi lista de reproducción más sexy, la que suelo reservar para las sesiones de alcoba. A toro pasado, me doy cuenta de lo mala idea que fue, ya que me estresó todavía más.

Cuando empezó a sonar «Pony», de Ginuwine, se formó un nutrido grupo de observadores ávidos de ver a un Adonis en acción. Lamentablemente para ellos, se encontraron conmigo, un hombre medio pedo y asustado de veintitantos años, más parecido a Chewbacca que a Ryan Gosling. Mi espectáculo sexual no parecía tener mucho efecto sobre las mujeres que lo contemplaban, aparte de por las carcajadas y, en algunos casos, un rechazo visible. Al menos era capaz de ofrecer algo de entretenimiento.

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Me di la vuelta para cambiar de canción, regalando al público un primer plano de mis nalgas, ante la que se produjo la siguiente conversación por parte de dos turistas: «¡Mira ese culo!», dijo el primero. «Joder, Henry, pero si es un tío. ¿Qué coño te pasa?», dijo el segundo.

Después de aquel primer cumplido, empecé a sentirme más confiado de mi propia anatomía. Todo hombre que pasaba hacía lo mismo: sacudía la cabeza y seguía caminando. Al parecer, y a diferencia de los artistas del Renacimiento, el hombre moderno no está preparado para admirar abiertamente el cuerpo masculino.

Todos los chicos parecían sentir cierta vergüenza ajena, mientras que la mayoría de las mujeres estaban demasiado cohibidas como para acercarse más.

Me pareció positivo que Holden afirmara que estamos volviendo a la veneración por el cuerpo masculino, aunque no me diera esa impresión a juzgar por mi experiencia. A no ser que tengas un cuerpo como el de Channing Tatum y se dé la casualidad de que estés en el lugar adecuado en el momento justo, es muy poco probable que alguien te vea como un objeto sexual.

Aunque me pareció frustrante que la gente se fijara en todas las partes de mi cuerpo menos en la cara, una parte de mí ansiaba recibir reafirmación en forma de una mirada de deseo lanzada por alguna mujer que pasara por allí. Pero no era más que un espectáculo gracioso, un gracioso de carnes trémulas con tanga que bailaba tristemente bajo las luces rojas.

Terminé mi turno al cabo de una hora, poniendo punto final a mi experimento. Mientras me vestía, trataba de olvidar la experiencia. A decir verdad, el experimento había sido un fracaso: no me sentía como un objeto sexual, sino como un desastre en pelotas.

Traducción por Mario Abad.