Identidad

No te vi nacer

"Aunque no te vi nacer, me entregué a las manos de los médicos para poder verte crecer". La carta de una madre a su hijo.
Madre ecografía
Ilustración por: Alina Najlis 

Tu papá me contó que saliste abotargado de mi vientre, colorado como una mejilla en llamas. Tu llanto era un animalito sin fuerzas, apenas un gemido desganado que él aún recuerda con impresión. Al parecer, el sedante alcanzó a entrar en tu sangre y adormeció tu baile de bienvenida.

Me lo contó tu papá, porque yo estaba anestesiada y no te vi nacer.

Unos minutos antes había anunciado, entre sollozos, que me sentía nerviosa, adolorida y que, a pesar de la anestesia peridural que me habían inyectado durante el trabajo de parto, lo estaba sintiendo todo: cómo la mano del ginecobstetra reburujaba con insistencia bajo siete capas abiertas de piel y tejido, tratando de desprenderte del abrazo visceral que te amarraba a mis entrañas; sentía cómo halaba hacia arriba mi canal, mi vasija, mi bolsa, mis cables. La molestia era tal, que al escuchar los quejidos el anestesiólogo puso una mano sobre mi hombro y me dijo al oído: “Déjame ayudarte”. Sin vacilar, agarró el catéter conectado a una de mis venas, asegurado con cintas adhesivas al costado de la muñeca izquierda y vació en él un sedante que me durmió por completo. Es lo último que recuerdo del parto. No estuve en nuestra fiesta, mi rubio.

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No te vi nacer. Mientras hacías tu primera aparición rodeado por las paredes límpidas del hospital, yo andaba perdida en un sueño sin sueños, encerrada en ese fotograma vacío de nuestra película. Entre mi último pestañeo en el cuarto de cirugía y la resurrección, una hora o no sé cuánto tiempo después, no hay nada, mono. Ni siquiera un eco de tu llanto.

Durante los meses de embarazo, traté de imaginar cientos de veces nuestro parto. Por esos días no comprendía que era un ejercicio inútil, pero lo intentaba, animada por lo que leía en blogs y libros sobre maternidad: que el momento del parto es determinante para fortalecer el vínculo afectivo entre la mamá y el bebé. Que tu paso por el canal vaginal te llenaría de beneficios: mejores defensas, más facilidad para tomar de la teta, un baño de flora vaginal protectora. Que en ese momento iba a nacer yo también, y nos íbamos a enamorar a primera vista. Leí sobre las ventajas de dejar palpitar el cordón umbilical por unos minutos antes de cortarlo, de la dosis vital de hierro que aquello te regalaría. Me contaron sobre las maravillas de guardar la placenta, de sembrarla, o de volverla polvo para tomarla en batidos. Pero nada de eso tuvimos, rubio mío. Ni una foto en la sala de cirugía, ni tú en mis brazos todavía untado de vérnix, ni nosotros tres llorando al mismo tiempo de miedo y de júbilo. Nuestro parto fue rápido, medicado, urgente, difícil para ti, para mí y para todos.

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Cuando desperté de la sedación no te encontré a mi lado. Casi todos se habían ido: tu papá; las enfermeras que habían amarrado mis piernas y brazos a la camilla, y que habían limpiado mi vientre bajo con jabón y yodo para afeitar el área por donde luego pasó el bisturí eléctrico cortando mi piel con calor, cauterizando, liberando un olor a carne chamuscada y un hilo de humo que alcancé a ver desde el otro lado del telón que caía a la altura de mis hombros. Cuando desperté, el caos que recordaba, la luz blanca y caliente de la lámpara cialítica, el reguero de gasas, pinzas, batas, tapabocas, el mazacote que eran mis nervios y los de tu papá: todo se había resuelto de golpe y yo me lo había perdido. Todo pasó conmigo, pero sin mí. Confundida, aún bajo el efecto de la sedación, mi primer pensamiento al recobrar la razón fue “verdad que yo estaba pariendo” y con el mismo desconcierto de los que se quedan dormidos en su propia fiesta, solo atiné a preguntarle al gineco que me vio despertar: “¿Está entero?, doctor, ¿mi hijo nació completo?”. El médico soltó la risa y me agarró la cabeza con el cariño de un padre compasivo. “Es un monazo”, me dijo, y se despidió prometiendo que iría a verme a la habitación en unas horas.

Hasta ese día, solo te conocía por partes. Eras un misterio que se nos revelaba de a poco bajo el roce helado del transductor sobre mi abdomen durante las ecografías fetales. Eras fragmentos, extremidades en blanco y negro difíciles de distinguir que se movían como electrocutadas: bracitos, manchas oscuras, trocitos de piernas que medían esto y que debían crecer esto otro en un tiempo definido. Todo lo que sabía de ti tenía que ver con números: cuántas pataditas en una hora, el diámetro de tu cráneo, el largo de tu fémur y la distancia entre tu nariz y tu labio superior para descartar el labio leporino. Durante nuestras treinta y ocho semanas y seis días de embarazo estuve formando en mi cabeza una idea sobre ti como quien junta pedazos de una foto rasgada, pero no logra armar la imagen completa. Hasta ese día eras una adivinanza que yo tenía en la punta de la lengua.

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Criarte es más difícil que trabajar y que escribir. Ser tu madre es más retador que ser esposa, o hija, o amiga, o hermana, pero eso está muy lejos de disgustarme.

Tuve que esperar un buen rato en la sala de recuperación para verte en persona por primera vez. Mientras luchaba por mantenerme despierta después de doce horas de trabajo de parto, una hora en sala de espera para entrar a cirugía, media hora de cesárea —según los cálculos de tu papá— y una más de recuperación, sin haber comido ni una galleta desde que llegué al hospital, escuché a una enfermera que me buscaba repitiendo mi nombre y el tuyo en voz alta. Te traía en brazos, ya limpio, vestido y envuelto en las mantitas que yo había empacado para ti. “Soy yo”, respondí a su llamado, “yo soy la mamá”, y me sentí perdida, cansada y a la deriva. Te recibí, te pegué a mi pecho tal y como me lo había enseñado la asesora de lactancia y mientras te alimentabas de calostro como si alguien te hubiera dado clases a ti también, la sentí: esa certeza tan llena de incertidumbre que es ser tu madre.

Por fortuna, tu papá estuvo en la sala de cirugía todo el tiempo y te vio llegar. Él también te parió, mono. Yo fui el cuerpo que te trajo y él, el corazón que se agitó al sentirte tan cerca. Yo puse la panza y él puso el hígado. Tuvo el temple para ver mi vientre abierto de par en par sin haber estudiado medicina, sin haber visto nunca antes un órgano fuera de lugar, y para no perder el aliento cuando el doctor le dijo “venga” y le mostró tu cuello rodeado por el cordón umbilical, ese collar de arterias y carne que casi te ahorcaba y te impidió bajar naturalmente por el canal vaginal.

Desde ese día, hace un año ya, me pregunto a diario si haberte visto nacer habría hecho alguna diferencia; si haber estado despierta hubiese cambiado en algo nuestra vida juntos. Y todos los días me respondo lo mismo: nunca lo sabré. Entonces me atengo a lo que somos, mono: los días fáciles en los que todo fluye y también esos en los que quiero devolverte a quien sea que te haya puesto en mi barriga. El amor, la alegría, la esperanza, y también el desespero, la culpa, el cansancio. La risa, los paseos y la patanería, y también los pezones rotos, la leche derramada, el vómito, la caca, los mocos. Ser tu mamá es lo más bello y lo más exigente que he hecho en mi vida. Criarte es más difícil que trabajar y que escribir. Ser tu madre es más retador que ser esposa, o hija, o amiga, o hermana, pero eso está muy lejos de disgustarme.

Hasta hace poco cuestionaba a tu papá: “¿Estás seguro de que este es el bebé que salió de mi panza?”, y meses enteros estuvo asegurándome que sí, que eres el mismo bojote color carmesí que lloraba sin ganas en la sala de parto. Aunque no te vi nacer, rubiecito, me entregué a las manos de los médicos para poder verte crecer.

Ese momento no fue nuestro, pero todos los demás lo serán.

Lina es autora del libro de relatos Ropa interior (Espasa, 2019). La encuentras en Twitter como @LinaTono.