ESPAÑA

Antros, alcohólicos y abrigos de visón: así es crecer en el barrio de Salamanca

"Me parecía exótico, provocador y hasta un poco romántico decirle al tío que nos estaba vendiendo la Mitsubishi que veníamos de pijolandia".
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Fotografías por Juan Aguilar Amat

Cuando vi las estrambóticas imágenes de los acaudalados manifestantes del Barrio Salamanca, sentí lo que siente un niño cuando sus padres lo manosean y besuquean en público: una mezcla de vergüenza y ternura. Y lo sentí así porque, vale, aquellos inofensivos individuos que por no saber no sabían ni golpear las cacerolas con mala baba, estaban claramente haciendo el ridículo, pero lo estaban haciendo en mi barrio. Y es que uno, antes que pareja, equipo de fútbol, pandilla de amigos, color favorito o primer beso, mucho antes que todo eso, tiene un origen. Y el mío es el Barrio Salamanca.

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Pero hasta en un lugar así hay clases. Yo me crié en la zona de Goya, así la he denominado yo siempre, aplastado casi por las toneladas de cemento de la plaza de Felipe II (que para ser un sitio donde supuestamente juegan los niños ricos ya podía tener algo de hierba, de tierra o de cualquier cosa que no fuera gris). Comencé a ir a esa plaza cuando mi padre decidió que ya había apartado suficientes jeringuillas en la arena del parque de Manuel Becerra. Esa zona se acerca peligrosamente a la M-30, se puede decir que marca la frontera del barrio Salamanca con el mundo exterior. Todo lo que está más allá es oscuro, desconocido y siniestro.

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Donde seguro que no habría jeringuillas era a la calle Serrano. La milla de oro: Armani, Chanel, Louis Vuitton (he tenido que buscar cómo se escribía porque no tenía la más remota idea). Cuando empecé a ser yo el que decidía por dónde salir tampoco me acercaba por allí, a mis ojos era demasiado sofisticado e inaccesible. A mí me valía con el Corte Inglés de Goya: tenía las marcas de ropa a las que un mortal como yo podía aspirar y era un buen refugio en verano por la gran potencia de su aire acondicionado. Además, podías devolver las cosas que comprabas pero no te convencían, y para un indeciso irredimible como yo eso era una bendición.

Era un lugar peligroso el barrio Salamanca, sobre todo para los que vivíamos allí. Para algunos de los de fuera, por el contrario, era un chollazo. Recuerdo la primera y creo que única vez que me atracaron. Tendría como 13 años e iba paseando despreocupado con un amigo por la calle Don Ramón de la Cruz. Eran las siete de la tarde de un viernes de invierno y la noche caía sobre nosotros como una lona oscura y pesada.

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Caminábamos riendo a voces y cantando a gritos una canción de La Oreja de Van Gogh. Joder, éramos como dos enormes luces de neón reclamando la atención de cualquier maleante. Y la verdad es que los chavales que nos robaron eran unos macarras de tercera o cuarta línea, incluso he llegado a creer que ni siquiera eran delincuentes de poca monta, tal vez solo unos veinteañeros que querían probar algo nuevo. Me quitaron un polo Lacoste granate de manga larga. Cuando vieron la imagen de Kurt Cobain en la camiseta que llevaba debajo se sobresaltaron. "¿Quién es ese?", me preguntó uno de ellos.

Le respondí que era el líder de la aclamada banda musical Nirvana (yo podía ser un niñato al que robar pero no un analfabeto musical) y me miraron entonces con cierta condescendencia, como diciendo: “pobre imbécil, le acabamos de quitar un polo de 10 talegos y aún tiene ganas de hablar de música”. Al final me dejaron la camiseta y se fueron tan contentos con el Lacoste y un cinturón de mi amigo que le birlaron por equilibrar un poco la balanza y que el único damnificado no fuera yo. En el fondo se portaron bien conmigo.

Recuerdo ese episodio con especial nitidez porque para quitarme el disgusto me encerré en mi habitación y me pasé toda la tarde llamando a la línea caliente. El atraco le salió a mi familia por un ojo de la cara.

Nuestra procedencia siempre fue un motivo de debate en el grupo de colegas. Cuando teníamos planeado acudir a alguna discoteca de las gordas, de las de macarras de verdad, tipo La Cubierta, la mayoría abogaba por elegir previamente un origen diferente al verdadero para cuando nos preguntaran, algo que sonara mejor. Siempre salían los mismos nombres: San Blas, Ventas, Vallecas… Era importante que todos dijéramos lo mismo y, a poder ser, conocer un par de calles del barrio en cuestión. No resultaba sencillo inventarse una vida a las seis de la madrugada con un pedo del quince. En realidad yo prefería decir la verdad: me parecía exótico, provocador y hasta un poco romántico decirle al tío que nos estaba vendiendo la Mitsubishi que veníamos de pijolandia.

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Volviendo a las manifestaciones de mocasines, Ralph Lauren y banderas de España bordadas hasta en el culo, hay un factor en el que pocos han reparado: un evidente exceso de tiempo libre. El aburrimiento conduce en muchas ocasiones a la locura y en esas calles hay pocas obligaciones. Lo sé porque llevo viéndolos treinta años: tipos despreocupados, paseando, comprando el pan, preguntando por la última derrama, sin más ocupación que la de estar ahí, y quizás eso ya sea bastante. Son gente que vive de las rentas de sus muertos o de sus vivos. Si les preguntas siempre te dirán que es mucho mejor vivir de los muertos, pues los vivos dan mucho más trabajo. A los muertos no hay que hacerles nada, ni quererles siquiera. Ellos se retuercen entre gusanos putrefactos mientras tú te pules su pasta. No parece un intercambio muy justo, pero c’est la vie.

Aunque a decir verdad las rentas no suelen ser eternas y vivir aquí no es barato. Y es entonces cuando comienzan los malabares para mantener un tren de vida no apto para bolsillos roídos por los ratones. Cuando todo lo que entra sale es complicado aguantar. Y todos quieren aguantar porque -os cuento un secreto- nadie quiere marcharse nunca del barrio Salamanca.

Así que no es oro todo lo que reluce y en muchas ocasiones el interior de los pisos no corresponde con la opulencia del portal del edificio: paredes cochambrosas, sofás destartalados, mobiliario ultravintage y una absurda máquina de coser como antigüedad más preciada.

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Es la otra cara del barrio, del que yo conozco, de los ultramarinos regentados por hombres recios y de íntegros valores, de las asistentas que vienen a limpiar los suelos de rodillas desde la periferia, de los poderosos conserjes, auténticos reyes del cotarro con un sueldo y una vivienda de por vida por el único cometido de transmitir malas noticias de aquí para allá, de los abnegados trabajadores asiáticos que después de décadas al pie del cañón ahora conducen mejores coches que esos dandis revolucionarios que salen por la tele, y de la noche, claro, también de una noche que va mucho más allá de los maniquíes que pueblan el Gabana.

En mi caso, pronto pasé de ahogar las penas en una línea erótica a hacerlo en un antro de mala muerte. Siempre me atrajeron más las tascas malditas que los afterwork. Siempre fui más de pacharán en vaso de tubo que de gin tonic en copa de balón. El pepino me gusta en el gazpacho, no cuando me quiero emborrachar.

Y en la noche, en esos mugrientos garitos que geográficamente estaban en el barrio Salamanca pero que en realidad quedaban a años luz de su glamour, me topé con algún que otro paseante desocupado de los que hablaba anteriormente.

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Una madrugada, en el apogeo de la borrachera y acuciado por la curiosidad, le pregunté a uno de estos enigmáticos personajes a qué se dedicaba. Llevaba una chaqueta de cuero, los pómulos caídos, bien peinado, camisa y vaqueros, elegante pero sin excesos, unos 40 años, tal vez más. Y lo más impactante: estaba anclado a la barra. En medio del jolgorio propio de las cuatro de la madrugada, él estaba sentado, sereno, sin dejar de sujetar su copa. ·Yo bebo, no hago nada más·, me respondió.

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Me lo tomé un poco a broma y le dije que en parte todos estábamos haciendo eso en aquel preciso momento, pero que alguna profesión debía tener, la ejerciera o no. Cambió su media sonrisa por un semblante de acero, me cogió del brazo y me dijo: "Soy alcohólico, esa es mi profesión".

Unas horas después, y con la resaca a cuestas, me lo encontré en un restaurante del barrio al que fui a comer con mi padres. Estaba con una mujer que habría conocido durante la noche, obviamente no habían dormido ni pasado por casa. Cuando nuestras miradas se cruzaron, vi en sus ojos una tristeza más grande que la flota en los pasillos del Día.

Aunque yo dejé de frecuentar esas tabernas del demonio, durante los años posteriores me seguí encontrando al hombre de la chaqueta de cuero. Lo veía en el banco o en la farmacia, casi siempre acompañado por una mujer mayor. Imagino que en su caso vivía de las rentas de su madre, como tantos otros en esas señoriales calles.

Las mujeres mayores, las señoras, son en realidad las dueñas del barrio Salamanca. Y tienen sus propios símbolos. Si en el trullo el preso novato se gana el respeto de los demás luciendo cicatrices en el torso, en Núñez de Balboa, Jorge Juan o Lagasca, el poder se consigue portando una venerada prenda: el abrigo de visón. Sin abrigo de visón, no eres nadie en este barrio. Lo llevan las madres, lo llevan las abuelas, lo intentan llevar todas las cabezas de familia aunque luego no tengan para comer. No encuentro su equivalente masculino, no lo hay. Si eres hombre y tu mujer, tu madre, tu hermana o tu abuela no tiene un abrigo de visón, entonces no tienes nada que hacer en las calles en las que me crié. Aunque sea difícil de creer, son las mujeres entradas en años las que mandan aquí y a ellas hay que rendirles pleitesía.

Hay cosas que añoro de mi barrio, cosas que estaban bien. Como hacer pellas para desayunar un americano en el Vips de Goya. Que sí, que hay muchos Vips, pero las tortitas y los huevos revueltos no saben igual. Todos los adolescentes del mundo deberían probarlo alguna vez. Creedme, es mucho mejor que esos polvos primerizos que tienen menos emoción que celebrar un gol chocando el codo.

También echo de menos el indescriptible gozo que sentía al pasear por esas amplias avenidas con mis pendientes, la camiseta del Che y las doctor Martens negras con cordones rojos. El gustazo de ser diferente. Siempre me fascinó llevar la contraria, desde que me hice del Atleti porque mi padre era del Madrid. Si hubiese nacido en Carabanchel, no descarto que ahora mismo fuese la mano derecha de Casado.

Y, ya que me da por mirar atrás, terminaré mi recorrido evocando aquellas mágicas tardes de travesuras de la pubertad. Antes de que pudiéramos entregarnos al Martini Blanco, nos pasábamos las horas libres puteando al personal. Entrábamos en los comercios, las fruterías o las zapaterías y gritábamos, nos tirábamos al suelo, o hacíamos el mono. Alguna vez se nos iba un poco la mano y meábamos en algún escaparate bajo la atenta mirada del dueño. Teníamos un código nada leal: sálvese quien pueda y si te pillan, se siente. A mí me cazaron unas cuantas veces y me calzaron algunas galletas. Y os digo una cosa: esas hostias no son propias del barrio Salamanca, esos tíos venían de fuera.