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Música

Historias desde la pista: Cómo es ir de fiesta cuando tienes un solo brazo

Así fue cómo descubrí que mi discapacidad podría convertirse en un accesorio provocador.

Lo primero que aprendí en la universidad fue que necesitas dos manos para operar un barril de cerveza. Yo solo tenía una; nací sin la parte después del codo de mi brazo izquierdo. Podrías pensar que pasar por la adolescencia debe ser un infierno para alguien como yo, pero una vez que mis compañeros de clases me conocieron y supieron que solo tenía una mano, apenas bromearon al respecto. No fue sino hasta que comencé a ir de fiesta que la gente comenzó a hacer comentarios sobre mi discapacidad.
Es complicado ser alguien a quien le gusta la atención, vestirse bien y hablar con extraños, pero también es incómodo por esas mismas razones. Siempre fui consciente de que era diferente; incluso más allá de mi discapacidad, tenía un estilo característico (hoy en día, siempre me visto de negro, y completo mis looks con un choker y botas hasta las rodillas), pero no era profundamente consciente de que las otras personas me veían de esa forma hasta que fui a la universidad. Los borrachos siempre dicen lo que les pase por la mente.

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Fui a mi primera fiesta de fraternidad en la Universidad Hoftra con mis compañeras de habitación, Karina y Alexa. Cuando me conocieron, nunca dijeron nada sobre mi brazo, presumiblemente porque ya se habían dado cuenta por mi Facebook. En la primera noche de la Semana de Bienvenida, estaba poniéndome mis audífonos y alistándome para ver repeticiones de Sex and the City cuando entraron a mi habitación y me pusieron una cerveza en la mano. No tenía otra opción: iba a salir. Me vestí con lo mejor del 2011 –jeans rasgados, botas Uggs, un top de nylon elástico, un choker con vidriantes que decía "kiss", y una gorra de camionero que decía "Solo sé una reina". Decir que era tímida y que no me gustaba que me vieran sería una mentira. Estaba emocionada –hasta que vi el barril de cerveza. Tenía que bombearlo, servirlo y sostener mi vaso rojo al mismo tiempo. Podía haber llenado el vaso del licor casero que estaba en una gran tina, pero me advirtieron no hacerlo.

"Oye, ¿necesitas ayuda?, me preguntó un chico con cabello café en puntas y aretes Chanel falsos (todavía daban Jersey Shore en la televisión). Asentí vigorosamente.
Me sirvió la cerveza inclinando el vaso como un profesional. "Eres muy hermosa, ¿lo sabías?".
No pude resistirme a su encanto. "Gracias", le dije, cruzando los brazos sobre mi pecho de una forma que imaginé que era coqueta. La versión de una sola mano de este gesto fue agarrarme el muñón.
"Eso es muy padre", dijo, apuntando a mi brazo. "¿Lo puedo tocar?".
En mi cabeza gritaba, "¡No! No. ¡No!". Y dije, "Claro".

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Las chicas borrachas en la fila del baño me llamaron 'inspiradora'

Estaba acostumbrada a que los extraños me preguntaran qué me había pasado y a darles la respuesta estándar aburrida: "Nací así"; pero que alguien me preguntara si lo podía tocar me sacó muchísimo de onda. Algunas veces, hay niños que intentan tocar mi brazo sin permiso, pero esperaría algo más de los adultos. Pensé que este tipo de discusión directa de mi discapacidad sería poco común en la universidad, donde se supone que las personas son mayores y más sabias, pero me pasó todo el tiempo. En todas las fiestas a las que fui me preguntaban, "¿Qué le pasó a tu brazo?".

Por un tiempo les seguí el juego. Arruinaría la noche si me enojara cada vez que alguien mencionara mi discapacidad, así que siempre respondía casual y alegremente. Una vez, estando borracha, le mostré a un grupo de gente ebria cómo me amarraba los cordones de los zapatos, y me aplaudieron como si hubiera interpretado, ehm, con una sola mano todo el soundtrack de Hamilton.

Pero aunque este asombro hacia mi habilidad para desempeñar tareas básicas era condescendiente; probablemente era preferible ser rechazada por mi discapacidad. En este punto, había salido del closet con algunas personas en mi vida, pero no había muchas otras mujeres queer en mi escuela; a veces coqueteaba con chicos de fraternidad más que nada por aburrimiento, incluso tal vez por querer ser "normal". Una vez, un chico con el que estaba hablando en una fiesta me preguntó qué decía mi tatuaje, y levanté con modestia fingida el costado de mi chaleco para mostrarlo –inadvertidamente atrayendo la atención a mi brazo izquierdo. No entiendo cómo no lo vio antes –échenle la culpa al licor casero. Antes de que pudiera terminar mi discurso sobre cómo había nacido así, dijo, "Nah, nah, a mí no me gusta eso", y se fue.

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Incluso más irritantes que las preguntas o el rechazo eran las felicitaciones: los bartenders decían que me respetaban por salir de fiesta, las chicas borrachas en la fila del baño me llamaron "inspiradora", los chicos me aseguraban que yo "igual era bonita", mis compañeras de habitación me decían lo valiente que era.

Aun así, alistarme para salir con Karina y Alex era un ritual que rápidamente comencé a querer. Tomábamos cervezas y nos alineábamos frente al espejo para maquillarnos una al lado de la otra –gracias a esta servidora, teníamos un baño grande para discapacitados– dando vueltas en nuestros brasieres y ropa interior, y rociándonos unas a las otras con pistolas de bronceador artificial, dejando huellas marrones en la loza.

En la primavera de mi primer año decidí usar mi prótesis cosmética para la apertura de un bar nuevo. Aunque la compré en la secundaria, nunca la había usado; Karina y Alexa la usaban sobre todo para hacerle bromas a la gente: la dejábamos en camas, en duchas, en el cuarto de lavado. Cantábamos usándola de micrófono. Yo estaba bien con eso; inicialmente, la odiaba por lo que representaba –un intento para parecer normal-, pero por alguna razón, esa noche, mientras nos alineábamos frente al espejo, me sentí infeliz con mis hot pants y mi playera. Estaba muy cansada de responder preguntas y harta de las felicitaciones. Sentía que algo faltaba –y me encontré queriendo usar la prótesis. Verse normal sonaba bien.

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Cuando hay bailarinas de cabaret cagando en el escenario, es difícil sorprenderse con una chica de un solo brazo

Eventualmente, me cansé de las fiestas universitarias –son objetivamente malas– y me hice con un grupo de personas con quienes encajaba mejor. Me deshice de mis accesorios detestables, comencé a vestirme toda de negro y me enfoqué menos en emborracharme y más en la teoría queer y el feminismo. También había terminado mi corta aventura con mi prótesis cosmética –no la sentí de mi estilo.
Pero mi descanso de las fiestas fue corto; quedarme en casa tampoco se sentía de mi estilo. Me inscribí en una clase sobre la sociología de la vida nocturna y pronto me fascinó la cultura de los Club Kids –los disfraces estrafalarios, la forma como ir de fiesta era algo casi sagrado, el ser un freak sin remordimientos. Me acerqué mucho a mi profesor, Victor, quien también era un desadaptado –un desadaptado exitoso, cool y bien conectado. Cuando me invitó a The Box, un club exclusivo de cabaret en Manhattan, me sentí como Cenicienta yendo al baile. Escogí cuidadosamente mi vestimenta más elegante y más negra, y no me atreví a usar mi prótesis cosmética.

Después de eso, comencé a ir de fiesta en Manhattan y Brooklyn regularmente. Bares sexis, sótanos de hoteles, clubes exclusivos, almacenes enormes –amaba todo eso. Los únicos comentarios que recibía sobre mi apariencia eran elogios por mis atuendos cada vez más excéntricos –cuando hay bailarinas de cabaret cagando en el escenario, es difícil sorprenderse con una chica con un solo brazo. Todos éramos freaks; mi brazo ni siquiera se notaba. Cada vez que salía, me vestía de forma más elaborada: labial gris, un piercing en el septum, un collar de perro, tenis de plataforma, un brasier con tiras y un top traslúcido.

Ir de fiesta se sentía menos como recreación y más como una identidad. Mi vida comenzó a girar en torno a qué me iba a poner después, qué iba a tomar, a qué club íbamos a ir, a quién conocíamos para no tener que formarnos. En realidad, ni siquiera pensaba en mi discapacidad.
Hoy en día, prefiero ir a restaurantes en vez de a clubes, pero mi experiencia de ir de fiesta continúa desarrollándose. Todavía me gusta jugar con mis looks; todavía la gente se queda observándome; todavía me hacen preguntas irrespetuosas. Pero ahora siento que tengo más control de las respuestas ajenas. Hace cuatro meses, comencé a usar una prótesis biónica de última generación; no luce para nada normal. Me encanta cómo va con mi chamarra de cuero, botas y cartera O-ring.

Es el accesorio perfecto para una salida nocturna, y quiero que la gente lo note: los otros fiesteros se me acercan y me dicen lo padre que se ve, preguntan cómo funcionan y si puedo chocar los cinco o enseñar el dedo. Ese tipo de atención no me molesta de la forma en lo que lo hacía el que los chicos de fraternidad me acariciaran el muñón (y probablemente todavía lo haría); no se ve un brazo androide todos los días. Y a medida en que envejezco, le tengo más paciencia a las preguntas. Sé lo padrísimo que se ve mi brazo; probablemente también elogiaría a alguien como yo. Recitar el mismo discurso se vuelve un poco aburrido, pero disfruto el educar a la gente y verlos escuchando de verdad.

Como ser humano, como mujer, como queer, como persona a la moda, como discapacitada, y ahora como ciborg, sé que nunca escaparé a las miradas. Vestirme y salir de fiesta es parte de lo que soy, y ser abordada por gente desconocida es parte del paquete. Pero ahora, con mi brazo biónico y mi lista de sitios preferidos (ligeramente) más madura, me siento menos vulnerable cuando ocurre. Ya estoy acostumbrada a que las personas se me queden mirando –ahora hago que me miren el tiempo suficiente para que me vean de verdad.